Págs.33-51 .“La industrialización y la ciudad. El rascacielos como tipo y símbolo”
[...] fila tras fila de ventanas en la superficie de color barro, arriba, arriba, ojos sin vida, tenebrosos huecos que hablan de aridez, desorden e incomodidad en el interior [...]. Hectáreas de edificios como éstos, en los que el tono de la suciedad revela las fechas relativas de su construcción; millones de toneladas de tosca albañilería que rompe el alma al verla. Cuarteles, a decir verdad, que albergan el ejército del industrialismo, un ejército que lucha consigo mismo, grado contra grado, hombre contra hombre, y del que los supervivientes tendrán con qué alimentarse
A mediados del siglo XIX, estas condiciones miserables eran fuentes de fervor revolucionario y también de fantasías reformistas. Para Karl Marx y Friedrich Engels, la cuestión de un entorno físico mejorado sólo podían contestarse en un estado posrevolucionario; ambos solían considerarse los planes de ciudades alternativas como intentos desesperados de imponer la voluntad individual a las ineludibles fuerzas de la historia. Para los visionarios socialistas utópicos, como sus comunidades ideales, los problemas estaban en liberar a la clase trabajadora de la alineación y la explotación de la labor mecánica y en redescubrir esa personalidad total escindida por la división del trabajo. Y por eso se estudiaron las posibilidades de sacar la ciudad a la naturaleza, o de insertar la naturaleza en la ciudad; de instalar a la población en las aldeas comunitarias o palacios colectivos; de reordenar la ciudad moderna de modo que funcionase como una máquina perfecta o como un organismo animando y saludable. Dado ese trasfondo de hollín, enfermedades, hacimientos y falta de espacio abierto del siglo XIX, no resulta en lo absoluto sorprendente que los proyectos de reforma urbana de principios del siglo XX insistiesen tanto en la luz, el espacio, la vegetación, la higiene y la transparencia.
Págs. .201 -215 “Arquitectura y revolución rusa”
La necesidad de destruir todos los vínculos con el pasado reaccionario trae problemas a los arquitectos que buscaban un lenguaje de expresión visual adecuado a los nuevos ideales. No podían crear ex Nihilo aunque tuviesen “una profunda comprensión de los procesos de la vida”. Había que crear un vocabulario que se adecuarse a la situación. Pero ¿a qué podía recurrir ahora el creador para sus formas? ¿Podían las realidades contemporáneas “generar” un vocabulario propio, o bien el individuo debía admitir que tenía que dar una interpretación personal a los acontecimientos? ¿Debía tratarse cada edificio como una solución neutra a un programa cuidadosamente analizado, poniendo el acento en los aspectos prácticos? ¿O debía el artista buscar metáforas e imágenes que destilasen su emoción ante las posibilidades posrevolucionarias? Tal vez debía tratar de crear emblemas provocadoras que hiciesen alusión al estado futuro; o quizás debía concentrarse en el diseño de prototipos para la posterior producción en serie al servicio de gran número de usuarios. Cuestiones y dilemas como éstos estaban presentes en los debates y en las exploraciones formales de finales de la década de 1910 y principios de 1920 . “Biblias tales como los escritos de Marx y Engels aportaban poca orientación, ya que se podían utilizar en apoyo de una amplia variedad de enfoques divergentes: ningún escritor había tenido nunca más que una idea confusa del modo en que el “arte” había funcionado en las culturas del pasado.
Págs. 241-255“La comunidad ideal: alternativas a la ciudad industrial”
La búsqueda de nuevos modos de vida, fundamental para mucha de la arquitectura moderna de la década de 1920, quedó también patente en algunos programas idealista para la reorganización de la ciudad industrial. Pero mientras que los encargos individuales de villas, escuelas, fábricas y residencias universitarias permitían a los artistas socialmente comprometidos hacer realidad como microcosmos algunos fragmentos de sus sueños más grandes, el poder de construir totalidades urbanas rara vez se les presentaba. Por tanto, las visiones que de la ciudad tenía la vanguardia se quedaron generalmente sobre el papel; con todo, fueron capaces de infiltrarse gradualmente en la imaginación de las generaciones posteriores y alterar así el propio concepto y la imagen misma de la ciudad moderna.
Los numerosos planes de ciudades ideales de la década de 1920 indican una ambición por construir el mundo de nuevo, por comenzar desde el principio, y por librar de una vez por todas a la cultura de los despojos de las “formas muertas”. Sin embargo, al igual que la nueva arquitectura a menudo tenía raíces en la historia, también las nuevas las nuevas ciudades solían ser mezcolanzas de elementos urbanos existentes agrupados de otra manera. El hecho es que las utopías están ligadas históricamente, tienen raíces ideológicas y precedentes formales y, si escarbamos bajo esta retórica del “mundo feliz”, con frecuencia encontramos una vena de nostalgia que recorre el futurismo.
Los problemas capitales que afrontan urbanistas como Tony Garnier, Hendrik Petrus Berlage, Le Corbusier, Walter Gropius, Ernst May y Nikolai Miliutin tenían una historia ligada inevitablemente a la evolución de la ciudad industrial en el siglo XIX. La mecanización y los nuevos medios de producción y transporte habían transformado por entonces la morfologia urbana existente en un embrollo incoherente de instituciones e infraestructuras de circulación que servían al desarrollo capitalista.
Más aún, las ciudades de las regiones industrializadas de Gran Bretaña y Francia habían crecido a una velocidad incontrolada, ya que el campesinado había acudido a las zonas urbanas en busca de empleo y había sido alojado en las condiciones más sórdidas. En el mismo periodo, la población creció de manera espectacular. El resultado fue un paisaje degradado de fábricas, casas de vecindad y calles mugrientas sin unos servicios comunitarios o privados decorosos. Todo ello fue descrito por Engels en 1845, tras una visita a Manchester, como «una inmundicia y una suciedad repugnantes de las que no se puede encontrar parangón».
Pero los desgarros de la industrialización se extendieron más allá de los barrios degradados de la clase obrera hasta llegar a otras zonas de la ciudad. Como se expuso en el capítulo 2, las fuerzas combinadas de la especulación del suelo y el transporte ferroviario penetraron en el tejido antiguo y destruyeron la jerarquía existente. Nuevos tipos de edificios como los rascacielos y las estaciones ferroviarias trastocaron la escala y cambiaron la imagen de la ciudad....
...Las críticas a la ciudad industrial se enmarcaron de diversas formas. Marx y Engels afirma que las verdaderas raíces del mal residían en la corrupción del orden social engendrado por el capitalismo; así pues, abogan por la revolución como requisito previo para lograr un entorno político y arquitectónico decoroso.
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La otra protagonista de la revolución industrial es la clase proletaria. Anteriormente, los trabajadores estaban organizados en corporaciones, es decir, en sociedades de practicantes del mismo oficio, que, si por un lado protegían a sus miembros contra las clases dominantes de la época, por el otro presentaban los defectos propios de una oligarquía dirigida por los llamados maestros del oficio, que transmitían esta carga de padres a hijos, y de una organización que impedía desarrollar cualquier tipo de trabajo a los no afiliados. Sin embargo, abolida esta estructura anacrónica con la Revolución francesa, la clase obrera ha de esperar a finales del siglo XX para conseguir el reconocimiento de los sindicatos: de forma que durante más de un siglo, sin tener en cuenta las iniciativas espontáneas y aisladas, los trabajadores carecieron de un organismo que tutelase sus derechos y les reconociera poder contractual. El liberalismo dio en representar sólo ventajas para la clase patronal, en cuanto que, manteniendo entre otros el principio de la libre contratación, sostenía que mientras que la propiedad de los instrumentos productivos, como todos los demás tipos de propiedad privada, constituía un derecho, el trabajo era solamente un deber, rechazando el capitalismo el derecho al trabajo, las asociaciones de clase, los sindicatos obreros, etc., es decir, todo cuanto pudiera impedir el ejercicio absoluto de su poder económico. De estas condiciones, y gracias al hecho de que las concentraciones productivas y la experiencia de la vida en las fábricas dan a los obreros una mayor conciencia de clase, nace el socialismo científico, tras una serie de formulaciones, propuestas y reformas debidas al llamado socialismo utópico. A la libertad del capitalismo se oponen las reivindicaciones obreras; a la organización patronal, la de los trabajadores. El movimiento obrero se organiza siguiendo los principios del marxismo. Según éste, el obrero produce un valor en exceso respecto a su remuneración, plusvalía que es absorbida por el capitalista en su propio y exclusivo beneficio. De este inevitable enfrentamiento deriva la lucha de clases. Dicho conflicto, presente en todos los momentos de la historia, sean cuales sean los nombres de las clases antagonistas, y que explica, según los marxistas, la propia evolución histórica, asume con la revolución industrial su relación dialéctica más clara y explícita. Y puesto que la democracia parlamentaria es fácilmente manipulada por el sistema capitalista, sólo con la revolución política y con el triunfo del proletariado se conseguirá el fin de esta discordia y una sociedad sin clases. Entretanto —término que caracteriza tanto la estrategia a medio plazo del movimiento obrero como la política de los reformistas—, paralela a la organización revolucionaria del proletariado, y para aliviar las condiciones de extrema miseria, surge una serie de acciones reformadoras propugnadas por técnicos democráticos organismos religiosos y asociaciones filantrópicas.
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Págs. 175-213.“Las iniciativas para la reforma del ambiente, desde Robert Owen a William Morris"
Es conocida la crítica que los socialistas científicos de la segunda mitad del XIX han opuesto a estos ingenuos precursores (los socialistas utópicos): los obstáculos para la realización de la nueva sociedad no radican en la ignorancia, sino en los intereses de las clases dominantes, y no hay que apelar a la persuasión, sino a la lucha de clases.
En el Manifiesto, de Marx y Engels, de 1848, se lee:
“Es propio, tanto de la forma no evolucionada de la lucha de clases, como de su propia situación, que ellos crean muy por encima del antagonismo de clases. Quieren mejorar la situación de todos los miembros de la sociedad. Incluso de los mejores situados. De ahí que continuamente apelen a la sociedad entera, sin distinciones y, preferentemente, incluso a la clase dominante. Puesto que basta sólo comprender su sistema para aceptarlo como el mejor proyecto posible de la mejor sociedad posible.”
Por eso están de acuerdo, en el fondo, con los liberales, ya que «también estos creen en el orden natural, si bien piensan que ya está realizado» por medio del libre cambio. En definitiva, todo se hace depender del saber; los utópicos creen que «el orden de cosas actual deriva de un error, y que los hombres se encuentran hoy en la miseria sólo porque, hasta ahora, no se ha sabido encontrar nada mejor... La demostración típica de esta ingenua concepción es la anécdota tan conocida de Charles Fourier, que se quedaba todos los días en su casa desde el mediodía hasta la una, esperando al millonario que debería traerle el dinero para construir el primer falansterio».
Esta crítica es válida desde un punto de vista político, pero pese a todos sus errores y, en cierto sentido, gracias a sus errores e ingenuidad política, Owen y los demás han aportado una muy importante contribución al movimiento de la arquitectura moderna...
...El movimiento para la reforma de las artes aplicadas. La revolución de 1848 marca el punto culminante de las esperanzas de resurrección social que están animados los utopistas, mientras que el rápido contra-ataque de la reacción produce un abatimiento general; la distancia entre la teoría y la práctica se revela demasiado grande para pensar en una reforma inmediata del ambiente urbano.
Es éste un momento de revisión ideológica, en el cual la izquierda europea elabora una nueva línea de acción -anunciada en 1848 con el Manifiesto, de Marx y Engels- y contrapone a las reformas parciales una propuesta revolucionaria global. El debate político se plantea decididamente sobre cuestiones de principio y abandona sus vínculos tradicionales con la técnica urbanística, mientras que el nuevo conservadurismo europeo -el bonapartismo en Francia, el movimiento de Disraeli en Inglaterra, el régimen de Bismarck en Alemania- hace suyas, de hecho, las experiencias y las propuestas urbanísticas elaboradas en la primera mitad del siglo, y las utiliza como un importante instrumentum regni: sirven como ejemplo de todos ellas, los trabajos de Haussmann en Paris.
Como ya se ha dicho, Ias leyes de sanidad elaboradas antes de 1850 son aplicadas por los nuevos regímenes con espíritu distinto del originario, y hacen posibles las grandes intervenciones urbanísticas de la segunda mitad del siglo. Al mismo tiempo, los modelos teóricos, ideados por los escritores socialistas como alternativa a la ciudad tradicional, quedan, en buena parte, absorbidos por la nueva práctica, dejando de lado sus implicaciones políticas y siendo interpretados como simples propuestas técnicas, para reorganizar precisamente la ciudad existente.
Las ciudades ideales descritas después de 1848 -Victoria, de J. S. Buckingham, publicada en 1849, e Hygena, de B. W. Richardson, publicada en 1876- derivan de aquellos precedentes, pero carecen ahora de connotaciones políticas, mientras que se da toda la importancia a sus características constructivas y técnicas; constituyen el eslabón de unión entre las utopías socialistas y el movimiento de las ciudades jardín, que empieza a despuntar a fines del siglo, pero confirman en el fondo, el agotamiento de la línea de pensamiento de Owen, Fourier y Cabet, insostenible en la nueva situación económica y social.
De hecho, los nuevos regímenes autoritarios abandonan la política de no intervención en las cuestiones urbanísticas, propia de los regímenes liberales precedentes, y se comprometen directamente por medio de las obras públicas- o bien indirectamente -por medio de reglamentaciones y planes- a dirigir las transformaciones en curso en las ciudades.
De este intervencionismo nace una vasta experiencia técnica, indispensable para el desarrollo futuro de la urbanística moderna, pero al mismo tiempo la cultura urbanística pierde la carga ideológica de que la habían impregnado los primeros socialistas, y pierde su función de estímulo para una verdadera transformación del paisaje; ahora se trata, todo lo más, de racionalizar el cuadro existente, de eliminar algunas manifestaciones visibles del desorden urbano, manteniendo inalterables sus causas.
Así, la línea de pensamiento descrita en el apartado anterior, que debe considerarse justamente como la primera surgida de la cultura arquitectónica moderna, se diluye en la práctica de las oficinas técnicas y se deforman en la interpretación paternalista de los nuevos regímenes autoritarios. Al final, la propia incapacidad de los urbanistas para resolver las contradicciones de fondo de la ciudad industrial mantiene intactos los motivos para una revisión cultural, insoslayable a principios del siglo siguiente.