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BONAPARTE, Napoléon

BONAPARTE, Napoléon

  • Emperador
  •  
  • 1769 - Ajaccio (Córcega). Francia
  • 1821 - Isla de Santa Elena. Reino Unido


 KOSTOF, Spiro. Historia de la Arquitectura. Edit. Alianza Editorial.Madrid, 1988.


Tomo 3. Pags. 957-993. Una arquitectura para un nuevo mundo.


Pág.997-993. Forma y reforma.


Es inútil especular acerca de a dónde hubiese conducido la Era de la Ilustración a Europa, de no ser por el ascenso de Napoleón: ¿Dónde hubiese acabado Grecia sin Alejandro o Roma sin Augusto? Ocurrió lo que ocurrió. La Revolución Francesa engendró un imperio, y el noble idealismo del siglo XVIII se esfumó sobre las alas de un resplandeciente fénix que se encumbró durante dos décadas, se consumió, y nunca volvió a levantarse del todo. Mientras duró la aventura, las austeras formas puras del neoclasicismo quedaron cortas para ponerse a la altura de las afectaciones de la pompa napoleónica. El único modelo satisfactorio, visual y políticamente, era el imperio romano bajo Augusto y Trajano. El ornamento, la opulencia y las alusiones a la victoria expansiva y a la orgullosa omnipotencia desplazaron ahora a la severidad moralizante de Laugier y Ledoux. El orgullo de Piranesi por la magnificencia romana estaba ahora en posición aventajada, pero su visión fue purificada de todo lo que tenia de mórbido o amenazador. Sólo la confianza, la majestad y el triunfo eran plasmados y celebrados.


Y cuando la época de Napoleón llegó a su fin, la comunidad europea, arquitectónicamente como en los demás aspectos, intentó resumir el diálogo con la historia que había emprendido valientemente durante el siglo XVIII. Durante algún tiempo aún, sus arquitectos vagarían por el paisaje del pasado, dejando abiertas sus opciones y justificando sus elecciones. El tiempo no había llegado a alejar los logros seguros de la tradición para comenzar todo de nuevo. «Porque aunque es difícil para el hombre aprender», como explicaba el arquitecto francés Viollet-le-Duc, «mucho más difícil es para él olvidar».


Págs. 995-1051."El arte arquitectónico y el paisaje de la industria, 1800-1850 "


Pág. 995. Una cuestión de estilos. 


Pero ni siquiera esto representó su final. El gusto por las cosas egipcias, otra afectación del siglo XVIII, ganó la fuerza de un revival hecho y derecho después de las campañas de Napoleón en esta provincia del imperio otomano con la publicación de la magistral Descripción de Egipto, de veintiún volúmenes. Este estilo tuvo éxito especialmente en los Estados Unidos, en donde fue aplicado, con todo un mundo de asociaciones, a prisiones, colegios médicos, bibliotecas, puertas de cementerios, e incluso iglesias y sinagogas....


... Interludio napoleónico.


Las Guerras Napoleónicas trajeron consigo una interrupción general en la producción de edificios del imperio durante el tiempo de la grandeza de Napoleón, desde su coronación en París en 1804 hasta la batalla de Waterloo en la que hizo su última afirmación en junio de 1815, sólo se llevaron a cabo una pequeña tracción de los cientos de proyectos grandiosos que lo ensalzaban. En París, aquel régimen es bien recordado por dos arcos triunfales, la iglesia de la Madeleine, la Place Vendôme, la Bolsa, y varios esquemas urbanos como la rue Rivoli. En el resto, hubo una gran cantidad de remodelaciones de edificios anteriores. De hecho, con cierta justificación, el llamado estilo Imperio se ha clasificado más como un acontecimiento decorativo que arquitectónico.


Pero los proyectos son impresionantes. Aprobaban cambios drásticos en famosas ciudades viejas desde Bruselas y Madrid a Milán, Roma y El Cairo. Esta seductora visión de grandeursobre el papel subrayaba dos aspectos importantes del período napoleónico en Francia que afectarán al futuro. Uno tiene que ver con una actitud especial hacia el urbanismo; el otro, con el método académico de diseño, enseñado en las escuelas profesionales francesas que fueron reorganizadas bajo Napoleón.


«El Emperador», escribía su arquitecto favorito Pierre-François Léonard Fontaine, «odiaba buscar la belleza en cualquier cosa que no fuese grande». El teórico más ruidoso de su tiempo, Quatremère de Quincy, decía:


«El tamaño físico es una de las principales causas del valor y efecto de la arquitectura. La razón es que el mayor número de impresiones producidas por tal arte se derivan del sentimiento de admiración. Y es natural para el hombre admirar el tamaño, que siempre está relacionado en su mente con la idea de poder y fortaleza».


Expresados por parte de una cultura que concibió Versalles, tales sentimientos no deben sorprendernos. Pero hay una diferencia entre la grandeurde Luis XIV y la de Napoleón. Versalles ocupó y organizó un área básicamente no edificada; las places reales de París hicieron lo mismo. Los proyectos de Napoleón condonaron una demolición masiva en los corazones de las ciudades viejas para abrir espacio para los teatros públicos del régimen («Los hombres son tan grandes como los monumentos dejan tras de sí», declaró el emperador), pero también para revaluar las grandes construcciones del pasado dentro de la escala y escenografía impuesta en el tejido urbano por los nuevos planificadores.


Estos prodigiosos espacios, las amplias avenidas rectas y las plazas cavernosas, habrían destruido de una vez para siempre el sutil juego espacial entre los edificios pequeños y los grandes, entre los nudos monumentales y el tejido urbano vulgar y poco destacable que les da su estatus, su carácter impresionante. En Roma, por ejemplo, tuvieron que derribarse en torno al Panteón muchas manzanas residenciales, así como en frente de la Fontana de Trevi y alrededor del Coliseo (Fig. 23.9). Los monumentos famosos fueron aislados y situados en perspectivas monumentales. La lucha del barroco por incorporar y galvanizar lo que ya estaba ahí, el calculado apiñamiento de edificios de alto y bajo estilo, la secuencia dramática de espacios constreñidos y abiertos, debían ser sacrificados por mor de lo que Pierre Lavedanha llamado «La belleza del vacío».


Pero el urbanismo napoleónico tenía otra cara más positiva. El emperador, un ex-oficial de artillería, tenía un gran genio para la administración. Los planificadores en que confió tendían a ser sus propios prefectos y ministros trabajando conjuntamente con los ingenieros del estado. Se dedicó, por primera vez, una seria atención a la planificación, al mismo nivel que a los temas administrativos, sociales y económicos, al prolongada con trechos nuevos fuera de Francia, para impulsar los centros estratégicos del territorio imperial. La conexión entre Paris y Milán a través del Paso de Simplon, por ejemplo, fue abierta 1806. Tanto en la planificación regional como en la urbana, el uso de la tierra, la circulación y la salud eran consideraciones prioritarias.


 Y la educación en el terreno del diseño arquitectónico tal como fue renovada bajo Napoleón tuvo consecuencias diversas. La tradición académica arquitectónica en Francia había crecido rápidamente a partir de los días de Colbert. Se basaba en el currículum oficial de la Academia de Arquitectura, que estaba organizado en torno a una serie de competiciones con jurados; en la Escuela Francesa de Roma, a donde eran enviados los ganadores de las pruebas más importantes para una estancia prolongada; y en un cuerpo teórico formulado en los escritos y conferencias de los grandes profesores como Soufflot, Jacques-François Blondel (1705-1774), y Boullée. Este constituía el único programa formal de educación arquitectónica de occidente, y cuando el estatuto de 1762 admitió por primera vez a estudiantes extranjeros, acudieron en número cada vez mayor, especialmente de Alemania y Rusia. Se daba la mayor importancia al diseño, a la arquitectura como arte, pero la historia y la estructura no eran descuidadas. Soufflot estudió la resistencia a la comprensión de varios materiales de construcción. Otro profesor, Antoine Joseph Loriot, inventó un nuevo tipo de cemento derivado de la cal muerta, que patentó en 1774.


Después de la Revolución de 1789, cuando la Academia de Arquitectura y la Escuela de Roma estuvieron cerradas durante un tiempo, el sistema fue reactivado, pero con dos cambios importantes. Se acabó la independencia de la Academia; estaba, junto con la Academia de Pintura y la de Escultura, dentro de una entidad nueva, la Academia de Beaux-Arts. La arquitectura fue así, aliada oficialmente a las otras artes, debiendo pleitesía todas ellas al gran dibujo. Mientras tanto, se fundó una escuela técnica para formar ingenieros llamada École Polytechnique. Con ello se otorgaba el reconocimiento estatal a la importancia de la ingeniería civil moderna.


El cambio era inevitable. Los comienzos de la industrialización cargaron a la arquitectura con demandas técnicas, como los puentes para salvar grandes distancias, la construcción resistente al fuego y la manipulación específica de controles ambientales como la calefacción o la ventilación. Ahora, un cuerpo de técnicos respaldaría estas nuevas tareas, en Francia y en otros lugares, creando sus propios héroes y monumentos. Los ingenieros diseñaron un gran número de edificios, bien porque éstos requerían un cálculo matemático incomprensible para los arquitectos, o bien porque la naturaleza puramente utilitaria de las estructuras industriales de todo tipo parecía no merecer la sensibilidad artística de un arquitecto.


Probablemente, la separación entre arte constructivo y ciencia constructiva había sido superada. Los arquitectos del siglo XIX no ignoraban la tecnología moderna, ni los científicos estaban desprovistos de un sentido formal del diseño. Los arquitectos no rechazaban programas industriales sin más ni más; simplemente insistían en que aquéllos deberían aspirar a algo más que a la simple utilidad para cualificarse como arquitectura. La reacción del arquitecto alemán Karl Friedrich Schinkel (1781-1841) hacia las fábricas y molinos de Manchester durante una visita a Inglaterra es típica. No son más que «masas monstruosas de ladrillo rojo», escribió en su diario, «construidas por un mero maestro de obras, sin ninguna huella de arquitectura y con el solo propósito de (atender) la cruda necesidad, haciendo una impresión muy atemorizante» (Fig. 23.10). Más tarde, daba una sonora respuesta arquitectónica a este problema en las prístinas masas cúbicas de los edificios Packhof de Berlín, un complejo de estructuras comerciales a lo largo del Kupfergraben (Fig. 23.11). E inversamente, a los ingenieros no siempre les satisfacía dejar las soluciones técnicas de su competencia sin un embellecimiento estilístico. En la industria y el transporte mecanizados había mucho de feo y perturbador. La furia del progreso debía de ser amansada mediante las cortesías formales establecidas; el duro contraste entre los palacios y las iglesias, de una parte, y las estaciones de ferrocarril, las fábricas y los almacenes, de otra, debía ser minimizado.


Si los arquitectos podrían parecer a primera vista demasiado conservadores respecto a los nuevos materiales y métodos, es bueno distinguir entre la aparición de prácticas innovadoras y su comercialización efectiva, que puede darse mucho después. Hasta la explotación del acero laminado a gran escala en la década de 1880, la construcción en metal sólo pudo ejercer una influencia limitada en el diseño arquitectónico. El hierro fundido era quebradizo, tenía poca fuerza de tensión, y se derretía a temperaturas relativamente bajas. El hierro forjado tenía un comportamiento mucho más conveniente, pero era costoso de producir. Y tampoco los ingenieros estaban siempre interesados en consignar las dificultades tangibles que afrontaban los arquitectos en su tan diversificada práctica.


En cualquier caso, al menos en Francia, la arquitectura se veía a sí misma cada vez más exclusivamente como alto arte, y de esa forma era enseñada en la École de Beaux-Arts. La escuela tenía un profesor de estereonomía, la ciencia aplicada de geometría sólida ligada a los métodos tradicionales de arquitectura de mampostería y carpintería, y a los estudiantes se les proponían regularmente problemas constructivos. Pero todo esto no estaba integrado en sus estudios de diseño, y así se creaba la impresión de que diseño y construcción eran disciplinas separadas. Además, el sistema de la École de Beaux-Arts racionalizaba el proceso de diseño más eficazmente dentro de un marco general clásico y propagaba una forma de pensamiento arquitectónico que requería construcciones competitivas y visualmente agradables incluso por parte de profesionales de modesto talento. El proceso estaba pensado bajo tres temas clave: elementos de construcciones, elementos de composición y detalles. Y la gran guía eran las Lecciones de Arquitectura de Jean Nicolas-Louis Durand, publicadas por primera vez en 1802-1805 y reeditadas regularmente hasta 1840.


Durand (1760-1834), discípulo de Boullée, llegó a ser el profesor de arquitectura de la nueva École Polytechnique. El sesgo de esta asociación se pone de manifiesto en su insistencia acerca de que el objetivo de la arquitectura no es la estética. El objetivo es más bien el bienestar de los usuarios, y la idoneidad y la economía son medios de conseguirlo. Un edificio complacerá si sirve bien a todas sus funciones. La preocupación fundamental del arquitecto debe ser conseguir metódicamente una composición que satisfaga los requerimientos del programa. Ignorando las alabanzas de su maestro hacia el valor simbólico de la arquitectura y su poder de expresión, Durand sostenía que «los arquitectos deben ser conscientes de la importancia de la planificación y de nada más».


La planta es, para Durand, la gran organizadora de la composición, y está guiada por ejes mayores y menores y oír una estructura de cuadrados multiplicados o subdivididos de acuerdo con las funciones a las que debe abastecer (Fig. 23.12a). ¿Se quiere un patio? ¿Se quieren atender subfunciones dentro del espacio principal o se prefiere dotarlas de sus propios volúmenes subordinados? Una vez resueltos estos requisitos programáticos sobre la planta, entonces se puede decidir cómo le gustaría cubrir las habitaciones que se han creado, escogiendo entre techos planos y varios tipos de bóvedas. Los alzados, generados por la planta, combinan vertical y horizontalmente elementos arquitectónicos como columnas, arcos, y varios tipos de ventanas en formas agradables e históricamente inofensivas. Durand ilustra una serie de estas combinaciones (Fig. 23.12b). Son de esquemas paleocristianos, bizantinos, románicos y góticos italianos, junto con las más obvias mutaciones de la familia clásica. Su libro también presenta un surtido de formas arquitectónicas básicas como porches, salones, galerías, patios y escaleras, y luego, en un segundo volumen, diseños de edificios de todo tipo de acuerdo con su tipo funcional, desde un arco triunfal y tumbas hasta faros, edificios de la Hacienda y barracas.


 

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