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SPEER, Albert

  • Arquitecto
  •  
  • 1905 - Mannheim. Alemania
  • 1981 - Londres. Reino Unido
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SUDJIC, Deyan, "La arquitectura del poder", 


pág 21-28. “Speer era un forofo de la piedra natural, en lugar de los revestimientos que imitaban el material, para crear edificios que no perderían la dignidad ni siquiera como ruinas. Pero pese a ese gesto en busca de autenticidada un nivel más profundo su arquitectura era más bien una obra de prestidigitación, sin sustancia. 


La arquitectura, tal y como la practicaba Speer, era ante todo un medio para llegar a un fin. Además de las funciones de mantener los campos de concentración y de definir el Estado nazi, ese fin era el engrandecimiento personal. Cuanto más complaciera a sus mecenas el Führer, mayores las recompensas. A Speer le preocupaban menos los detalles de lo que construía que el hecho de que estaba construyendo lo que deseaba el Führer. 


Estudió arquitectura en la Universidad Tecnológica de Berlín, pero no lo admitieron para asistir a las clases magistrales de Hans Poelzig. Así que estudió con Heinrich Tessenow, un expresionista con cierto predicamiento entre los estudiantes de izquierdas. Después Speer también se mostró dispuesto a adaptarse a los gustos mucho más extravagantes de Hitler. Seguro que si Hitler hubiese exigido un estilo arquitectónico abstracto, Speer se lo habría dado encantado; pero Hitler quería la antigua Roma, y Speer hizo cuanto pudo para dársela.


Speer no carecía de rivales. Hitler trabajaba con varios arquitectos, pero sobre todo con tres: Speer, Giesler y Paul Troost de Baviera. La muerte prematura de Troost dejó el camino expedito para que Speer ocupara su lugar como el arquitecto nazi más destacado. Hitler empleó Nuremberg para poner a prueba a Speer, y cuando le gustó lo que vio en el campo de desfiles y la seguridad con que abordó los distintos elementos de los estadios para las concentraciones, lo nombró Inspector general de Edificios de Alemania.


En realidad, Speer carecía de los recursos creativos para ser un arquitecto innovador; ni siquiera los tenía para encontrar su propia voz. Habría preferido ser discípulo de Poelzig, pero adoptó oportunamente el estilo de Tessenow, y luego pasó el resto de su carrera intentando interpretar las ideas de Hitler.”


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RIVERA, David., “La arquitectura del nazismo” en La otra arquitectura moderna.Expresionistas, metafísicos y clasicistas. 1919 - 1959. Edit. Reventé. Barcelona, 2017.


Págs. 267 – 303. "La inesperada muerte de Troost en 1934 dejó a Hitler sin arquitecto de cabecera, y Albert Speer apareció en el momento perfecto para llenar ese vacío. Joven, ambicioso y con ideas originales -como pronto se comprobaría-, Speer llevaría el clasicismo griego a un nuevo umbral de compromiso con los requerimientos de la sociedad moderna. Speer se afilió al partido nazi en 1931 y recibió diversos encargos menores por parte de sus líderes. Hitler comenzó a depositar su confianza en él desde el invierno de 1933; solía llevarlo consigo en sus frecuentes visitas a Troost, quizá para convertirlo -como sospechaba el propio Speer- en un futuro seguidor del maestro. Pero no hubo tiempo para ello, ya que Troost falleció enseguida.


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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs. 565-600”El compromiso político y el conflicto con los regímenes autoritarios” 


2.-Alemania y Austria.


Pero el nazismo tiene deseos muy concretos: quiere una arquitectura celebrativa, tradicionalista, estrechamente alemana. Los viejos poseen lo que hace falta: para los edificios residenciales, el neomedievalismo con los tejados en punta, las maderas moldeadas y las inscripciones en letra gótica; para los edificios públicos un neoclasicismo greco-alemán, con pilares dóricos acanalados, mármoles, gradas y por todas partes estatuas alegóricas, águilas y cruces gamadas.  Ancianos como W. Kreis, P. Schultze-Namburg y P.L. Troost (un ex decorador naval amigo personal del Führer y autor de la Casa Prada de Munich salen a primer plano, se instalan en los puestos de mando, en las administraciones públicas y en las asociaciones profesionales, imponiendo desde allí sus ideas.


Los jóvenes quedan desorientados y no quieren admitir que sus inspiraciones iniciales lleguen a tales consecuencias. Así, la gran mayoría que no se siente capaz de compartir las ideas oficiales,  permanece apartada de la actividad de la construcción del Estado y de las administraciones y se ejercita en modestos trabajos para clientes privados. Algunos – H. Volkart, G.Harbers, E. Kruger – se esfuerzan tenazmente por encontrar un tercer camino, tan lejos del rigor de los racionalistas, como del eclecticismo oficial, pero resulta cada vez más difícil conservar la doble distinción y los resultados son ambiguos; considérese las villas suburbanas de Volkart, donde las referencias estilísticas se reducen a un juego muy sutil de alusiones y de reticencias, o la casa del Cuco, de Kruger, de 1935 – construida sobre un altísimo pilar, en un bosque cerca de Stuttgart – donde el hallazgo excepcional sirve de pretexto al compromiso arquitectónico.


Posener concluye así su artículo:


Se aliaron con los más ancianos contra la generación de los cuarenta años, pero sus opiniones todavía mal maduradas, se han visto ahogadas por las doctrinas más triviales y, sin embargo más tangibles que las de sus profesores…


Parece que ahora poco a poco, intenten evadirse de esta orientación, y es posible que cobren conciencia de lo que los separa de sus aliados. Las obras de los mejores no parecen menos imitativas y menos amaneradas que las de sus jefes. Reconocemos aquí frescura, naturalidad, sencillez, detalles sólidos puros y agradables, mucha intimidad. Son las calidades que buscamos en vano en las obras de los modernos, pero no encontramos, por ejemplo en Austria y en los países escandinavos. Como resultado de un gran movimiento es, ciertamente, poco. Una grave pregunta ha sido formulada demasiado tímidamente por los jóvenes y ha recibido una contestación demasiado brutal. La pregunta queda planteada y es necesario esperar el provenir.


Posener se da cuenta de que el destino de la cultura arquitectónica alemana está unido a la evolución del régimen político; se da cuenta por ejemplo, de que la revalorización de la artesanía se ha convertido en una tesis constante de la propaganda nazi, tanto que cuando Hitler construyó su casa de campo, se podía leer en los periódicos que “no se empleó ninguna máquina”; pero ve que la sociedad y la propaganda nazi se basan en una aplicación sin prejuicios de la mecanización y de la organización en serie. El problema de la arquitectura permanece por lo tanto condicionado por el más general del experimento político en curso; “Entre la corporación medieval y el trust, entre la artesanía y la gran industria, entre el esfuerzo individual y  la terrible organización, el movimiento oscila y nadie puede todavía definir su verdadero carácter”.


Desgraciadamente, la respuesta sobre el verdadero carácter del nazismo aparece años más tarde y barre completamente el tímido optimismo de Posener; la exasperación del régimen reduce y anula en breve plazo en poco margen de autonomía en el que se mueven los jóvenes citados anteriormente. Entonces, un pequeño grupo, encabezado por un jovencísimo alumno de Tessenow, Albert Speer (1905-1981) se lanza a la lucha política, decidido a conquistar el control de la arquitectura oficial.


Speer se convierte en director de las organizaciones del partido nazi Kraft durch Freude y Schönheit der Arbeit y, en 1937, será nombrado director general de edificación en la capital alemana; construye el campo de reunión Zeppelin en Nüremberg, la Cancillería de Berlín, el pabellón alemán de la Exposición de 1937 en Paris. Para él, la arquitectura es sobre todo un instrumento del poder y, de hecho, durante la guerra, adquiere una posición política importante, como se ha demostrado en el proceso de Nuremberg, donde Speer fue juzgado al lado de los leaders nazis.


Si, por lo que se refiere a Kreis y a los otros ancianos, se puede hablar de convicciones culturales, puesto que las circunstancias les han ofrecido, en edad avanzada, la ocasión de ejercer ampliamente una arquitectura en la que siempre había creído, por lo que respecta a Speer y los suyos sólo se puede hablar de oportunismo o de fanatismo; es una extrema demostración por reducción al absurdo, de la unión, que de ahora en adelante no se puede eludir más, entre las opciones arquitectónicas y morales.


 Así concluye con un nefasto epílogo, el acontecer de la arquitectura alemana entre las dos guerras mundiales; después de haber dado una aportación determinante a la cultura arquitectónica moderna. Alemania queda temporalmente aislada, privada de sus mejores hombres y se convierte en el teatro del más grotesco experimento de reexhumación estilística.


En la producción conforme a las directrices nazis, encontramos con disgusto los nombres de E. Fahrenkampf (Hermann Goering-Meisterschule en Kronengurg, en 1939) y de J.Hoffmann (casa para los oficiales alemanes en Viena de 1940); se descubre que los acentos tradicionales del primero y las alusiones clasicistas del segundo concuerdan perfectamente con las águilas y las cruces gamadas, mientras que en las obras de Speer y de Troost se vuelven a ver, horriblemente contrahechos, muchos motivos de la escuela vienesa, de Behrens e incluso de las obras juveniles de Gropius. La lección histórica es elocuente: las formas no tienen ningún poder catártico y toda tradición artística puede ser vaciada desde dentro cuando la moralidad política cambia.


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