Nacido de una familia con tradición musical y artística (uno de sus abuelos fue constructor de pianos y uno de sus tatarabuelos fue Juan José Nadal, el constructor de la arciprestal de San Jaime de Villarreal), pasó su infancia en Valencia, en un entorno arquitectónicamente muy rico, al lado de la catedral. Se formó en la escuela de maestros de obras de Barcelona, y en esa ciudad inició su trabajo y construyó la fábrica Batlló. En la cercana localidad de Vilasar de Dalt construyó el Teatro de La Massa, con una bóveda de 17 metros de diámetro por 3,5 metros de flecha y un óculo central de 4 metros de diámetro. Cuando el edificio se inauguró, el 13 de marzo de 1881, él ya había partido hacia los Estados Unidos, reuniendo dinero mediante una estafa de pagarés, lo que le imposibilitaba volver a España. Desde 1881 residió en Nueva York,2 donde, tras unos accidentados inicios (se arruinó en el pánico de 1884), alcanzó el éxito gracias a la utilización de su patente (registrada en 1885) de un sistema de construcción de bóvedas derivado de la construcción tradicional en la zona mediterránea española (Valencia y Cataluña), conocido como bóveda tabicada, de ladrillo de plano. La participación de Guastavino en las obras consistía en el diseño y elaboración de las bóvedas. Se pueden apreciar en numerosos edificios emblemáticos de la ciudad de Nueva York (Grand Central Terminal, el Great Hall de Ellis Island, zonas del Metro, zonas del puente de Queensboro, catedral de San Juan el Divino, Carnegie Hall, Museo Americano de Historia Natural —en Central Park Oeste—, Templo Emanu El, iglesia de San Bartholomé —en la Quinta Avenida—, City Hall, Hospital Monte Sinaí, etc.) y otras ciudades (Biblioteca Pública de Boston,2 Museo Nacional de Historia Natural y Edificio de la Corte Suprema de Estados Unidos —ambos en Washington—, etc.)
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Otro caso evidente de la sistemática destrucción de los tejidos sociales con memoria y conciencia de clase se ha producido en Barcelona. El borrado programado y sistemático de la memoria industrial y obrera (en especial la lenta destrucción del tejido social y productivo de barrios como Ciutat Vella y el Poblenou) va segregando a la población en un proceso que refuerza la separación entre las élites y las masas de población modesta y que potencia la sustitución de los antiguos residentes por las nuevas clases medias altas. El distrito 22 anuncia en sus propuestas que, cuando la transformación prevista esté completada, el 80 % de sus vecinos del Poblenou serán nuevos habitantes.
En Barcelona se ha puesto en práctica una manifiesta voluntad de eliminar cualquier vestigio de la lucha de clases y de los conflictos de los siglos XIX y XX en un proyecto de destrucción de la memoria social donde se han puesto de acuerdo empresarios, banqueros y políticos de la mayor parte de partidos parlamentarios. Se ha primado la arquitectura de los palacios y edificios del modernisme y se ha borrado la memoria industrial de los barrios, las fábricas y los edificios de la cooperación y ayuda mutua entre obreros que permitieron la Revolución industrial y el enriquecimiento de las familias Batlló, Güell, Girona, Ricart, Gili, Godó, Bertrand, Fabra, Folch, Viladomiu y muchas otras, algunas de las cuales tienen sus palacios en el Passeig de Gràcia y otras calles de la ciudad. Cada tiempo nuevo busca legitimarse en aquello que enfatiza, excluye y oculta, y con la modernidad ha ido creciendo la instrumentalización del pasado. En Barcelona, la apología del modernisme que ha llevado a cabo la burguesía local ha ido ligada al borrado de las infraestructuras industriales que lo nutrieron.
El caso más emblemático de este proceso ha sido el del conjunto fabril de Can Ricart, en el Poblenou, iniciado en 1853. Con más de 150 años de funcionamiento, hasta junio del 2005 estuvo en plena actividad y contaba con 250 personas entre pequeños empresarios, artesanos y obreros. A pesar de todo ello, estaba prevista su casi total destrucción y, aunque se produjo mucha resistencia, se acabó desalojando a todos sus trabajadores rompiendo las redes y lazos entre la gente y el lugar, destruyendo talleres artesanales y de reparación básicos para el entorno y mutilando un patrimonio industrial de valor único que, junto a Can Batlló de la Bordeta, constituyen los únicos conjuntos industriales decimonónicos que aún siguen en pie. El objetivo final era construir un conjunto de oficinas y laboratorios de arquitectura genérica que arrasaban la memoria preexistente dentro de la lógica de la ciudad global. Cabe destacar que este recinto fabril se encuentra en el distrito 22, que en sus inicios pretendía ser una recreación de la zona industrial que mantenía la industria existente no contaminante e incorporaba una nueva capa a la complejidad urbana, con empresas de nuevas tecnologías (de ahí el nombre). También se explicaba que, como un sistema de premios, cuantas más capas se preservaban, más se aumentaba la edificabilidad. Debe aclararse que, hasta 2009, no se había completado el catálogo patrimonial del barrio, y para entonces la mayor parte de los planes especiales de reforma ya estaban en marcha.
Afortunadamente, una larga y amplia lucha ciudadana consiguió detener la destrucción de una parte del conjunto industrial. Para argumentar la defensa de la asociación de vecinos, se planteó un proyecto alternativo en cluster con voluntad de continuar la morfología del conjunto fabril. Con dicho proyecto alternativo se pretendía dejar expresadas las tres capas del palimpsesto urbano: la antigua estructura industrial, anterior al Ensanche Cerdà; la estructura de la ciudad vecinal y repetitiva del Ensanche, con manzanas cerradas; y la nueva estructura moderna y flexible, sobre las preexistencias y dentro del plan del 22. Después de lograr salvar una parte representativa del conjunto fabril, se convocó un concurso para su restauración y reconversión en la sede de la Casa de las Lenguas, concurso que ganó EMBT.
De hecho, en la década de 1990 la Villa Olímpica, en el mismo Poblenou, de MBM, se construyó en un desierto de referencias, tras haber derribado el patrimonio industrial en una zona con piezas tan valiosas como los Almacenes Generales de Depósito (1874), obra de Elies Rogent, la primera obra en Cataluña donde se utilizaron bóvedas ligeras gigantes, embrión estructural del modernismo, y el inicio de las bóvedas gigantes de ladrillo que Rafael Guastavino propagó por Estados Unidos (como las del vestíbulo de la Gran Central Station de Nueva York) y que Josep Puig i Cadafalch utilizó en la fábrica Casarramona en Barcelona.
Esta cuestión clave de la memoria urbana comporta muchas preguntas: ¿Quién posee el derecho de recordar? ¿Qué grupo o clase social, de los diversos que confluyen en cada ciudad, es el que tiene el poder de definir la memoria? ¿Cómo va construyendo su imaginario cada ciudad a costa de enfatizar algunos aspectos y olvidar otros?. Así pues, para recordar unos hechos es necesario haber olvidado otros. No obstante, en nuestro presente no podemos minusvalorar que, además de primar la memoria de las clases dominantes, difícilmente se reconocen las memorias de los emigrantes procedentes de muy diversas culturas. Ante todos estos fenómenos, la profesión de la arquitectura tiene la responsabilidad de decidir si contribuye a dicha destrucción de la memoria o si se plantea una defensa del patrimonio histórico y local.