Págs. 125-149.“Ingeniería y arquitectura en la segunda mitad del siglo XIX” .
Mientras la técnica de la construcción se perfecciona muy rápidamente, la cultura artística tradicional entra en su crisis definitiva.
Desde 1851 a 1889 los edificios construidos para las Exposiciones universales atestiguan un gran progreso en el campo de la construcción, pero el problema del control arquitectónico se vuelve cada vez más difícil e inquietante. El Palacio de Cristal, como obra arquitectónica, es muy superior a todos los edificios sucesivos del mismo tipo; la idea general, los detalles técnicos, los acabados decorativos, tienen entre sí un equilibrio relativo, y el proyectista escoge su camino con toda seguridad. En los pabellones franceses, en cambio –sin excluir la célebre Gallerie des Machines de 1889- la cultura ecléctica procura, por distintos caminos, pero sin demasiada convicción y con un creciente sentimiento de distanciamiento, conferir dignidad y respetabilidad a las estructuras de los ingenieros. No debemos maravillarnos si la Exposición de 1889 y las discusiones planteadas hacen brotar, por reacción, una última ola de clasicismo intransigente, con L. Ginain y E. G. Coquart.En las revistas aparece de nuevo la vieja polémica sobre el uso de los nuevos materiales y sobre las relaciones entre arte y ciencia. Bajo estas discusiones existe una gran preocupación de casta. Viollet le Ducy los racionalistas han obtenido, en 1863, de Napoleón III, un decreto de reforma de la Escuela de Bellas Artes, que reduce parcialmente el control de la Academia sobre la enseñanza, y modifica el plan de estudios en sentido más liberal, atenuando la orientación clásica. La Academia no acepta el nuevo reglamento y nace una violenta polémica que conduce, en 1867, a la publicación de un nuevo decreto anulando la mayoría de las reformas y restituyendo a la Academia su posición de privilegio.
La discusión concierne, aparentemente, a la orientación estilística y a la oportunidad de incluir en los programas el estudio de la Edad Media, además de la Antigüedad y del Renacimiento, pero el verdadero desacuerdo se refiere a la enseñanza técnica y sus relaciones con la formación artística. Viollet le Duc escribe en 1861:
“En nuestros tiempos el futuro arquitecto es un joven de quince a dieciocho años de edad… al que se obliga, durante seis u ocho años, a realizar proyectos de edificios que, en la mayoría de los casos, tienen sólo una lejana relación con las necesidades y costumbres de nuestro tiempo, sin exigirle nunca que los proyectos sean realizables, sin impartirle un conocimiento, ni siquiera superficial, de los materiales de que disponemos y de su empleo, sin que se le instruya sobre las formas de construcción adoptadas en todas las épocas conocidas, sin recibir la mínima noción sobre la dirección y administración de las obras”
Flaubert, en su Diccionario de las ideas corrientes, apunta esta definición: <
E. Trélat (1821-1907)va más allá y, sin esperar las reformas, funda, en 1864, una escuela privada, la Ecole Centrale d’Architecture, frecuentada por jóvenes ingenieros, contratistas y pocos arquitectos, donde se imparte una enseñanza rigurosamente técnica.
La Academia, por su cuenta, se atiene a las costumbres didácticas tradicionales y defiende la existencia de la casta de los arquitectos. En 1866, C. Daly escribe que, dando una importancia excesiva a la cultura científica y técnica, se llegaría <> Por otra parte, el enfrentamiento no puede evitarse en la práctica: los arquitectos no pueden ser considerados como simples artistas, tienen que fijar su función profesional y tienen que adquirir, por lo menos, la suficiente preparación científica como para colaborar con los ingenieros. El reglamento de 1867 refleja estas incertidumbres; confirma la orientación tradicional de los estudios, pero mantiene algunas de las enseñanzas sistemáticas exigidas por los racionalistas y define la figura del arquitecto, instituyendo un diploma que cierra el período de libertad profesional empezado en 1793.
El diploma sirve, evidentemente, para consolidar una situación comprometida, pero deja a los arquitectos un campo abierto, transformándolos de artistas en profesionales, haciendo inevitable un ajuste de cuentas entre la cultura académica y la realidad.
Los racionalistas, a su vez, no se dan por vencidos y continúan su campaña. En 1886, con ocasión del concurso para el reclutamiento de arquitectos municipales, el jurado hace constar que los candidatos no poseen nociones suficientes sobre la Edad Media, y el Conseil Supérieur de l’École pide a Ch. Garnier (1825-1898) un informe sobre la enseñanza de la arquitectura, publicado en 1889. Garnier defiende la postura de la Academia y afirma que la escuela no tiene y no puede tener preferencias por ningún estilo, puesto que enseña <
Los adversarios replican que estas nociones se identifican con el clasicismo, que no son en absoluto elementos primordiales, sino residuos de una tradición anticuada, y siguen reprochando a la Escuela de Bellas Artes <
La Academia, frente a estos ataques, da el último paso, y formula su programa tan amplia y liberalmente que se retira para siempre de las polémicas estilísticas.
Los estilos se consideran hábitos contingentes, y cualquier pretensión de exclusivismo se estima superada; la prerrogativa de los arquitectos, que los distingue de los ingenieros, es la libertad de escoger estas o aquellas formas, prerrogativa individual, no colectiva, que depende del sentimiento, no de la razón. El eclecticismo ya no se interpreta como una posición de incertidumbre, sino como propósito deliberado de no encerrarse en una formulación unilateral, de juzgar cada caso, de manera objetiva e imparcial.
Esta interpretación evita, de hecho, las polémicas artificiosas entre los seguidores de los distintos estilos, pero eliminando en la enseñanza cualquier carácter de tendencia, renuncia al único apoyo concreto que tiene la cultura académica para aferrarse a la realidad –el tradicional paralelismo entre preceptos clásicos y usos constructivos- y prepara la disolución de toda la herencia cultural acumulada en la Academia.