Págs. 175-213.“Las iniciativas para la reforma del ambiente, desde Robert Owen a William Morris"
Etienne Cabet. Durante la Monarquía de julio, diversos escritores hablan de la ciudad ideal, que sustituirá a la actual, desordenada y triste; y mezclan frecuentemente con ingenuidad, problemas de urbanística con reivindicaciones sociales. A veces se habla, en términos absolutamente fantásticos, de la transformación de Paris, como hacen los saintsimonianos en el Le Globe, Ch. Duveyrier imagina el plano del nuevo Paris en forma de hombre en actitud de empezar a andar, y M. Chevalier describe las futuras obras de la forma extraordinaria que sigue: “Manejaran pico y pala el rey y su familia, los ministros, el Tribunal Supremo, la Corte real, las dos Cámaras; ayudará también el viejo Lafayette; los regimientos, las bandas de música y las cuadrillas de obreros estarán dirigidos por ingenieros y politécnicos en uniforme de gran gala; las mujeres más vistosas se mezclarán entre los trabajadores para animarlos.”
Luego llega la represión de las revueltas obreras, la rue Transnonain, la censura de prensa, y parece poco probable que el rey Luis Felipe y su Corte se pongan a trabajar en una obra. Y, así, estas aspiraciones se desvían de nuevo hacia el reino de la fantasía.
En 1840, Etienne Cabet (1788-1856) publica la descripción de una nueva ciudad ideal, Icaria, basada en una organización socialista de la propiedad y de la producción; también él, como Fourier, hace una descripción minuciosa de su ciudad, pero la concibe como una gran metrópoli, que reúna las bellezas de todas las ciudades más célebres; el plano será rígidamente geométrico, con calles a noventa grados y un rio rectilíneo que correrá por el centro. Todas las calles serán iguales; se tomarán numerosas precauciones para facilitar el tráfico, especialmente de los peatones, segregándolo del de coches.
La arquitectura de Icaria realizará completamente los ideales del eclecticismo, porque cada uno de los sesenta barrios reproducirá el carácter de cada una de las principales sesenta naciones, y las casas (todas iguales en su interior) presentarán ornamentaciones de todos los estilos.
En 1847 Cabet lanza un manifiesto titulado Vámonos a Icaria, anuncia haber comprado el terreno necesario en Texas, y recoge cerca de quinientas adhesiones; pocos meses después estalla la revolución de febrero del 48, pero los icarianos, impacientes por partir, abandonan Paris, contra el parecer de Cabet y sin él. Llegados a los Estados Unidos se dan cuenta de que el terreno es demasiado grande y fraccionado en diversas parcelas; así, se retiran a New Orleans, diezmados por las enfermedades y por los abandonos.
Cabet se reúne con ellos en 1849 y su llegada provoca una escisión; la minoría trata de organizarse en 1856 en Cheltenham, en un antiguo establecimiento de baños, y fracasa a causa de las deudas en 1862, mientras la mayoría emigra de nuevo al Oeste y funda por fin, en 1860, la ciudad ideal en Corning, Iowa, esta vez con éxito. Las viviendas se establecen en el centro de una hacienda de 3000 acres, en forma que recuerda el paralelogramo de Owen. Hay vanas descripciones de Icaria, como esta de 1875:
“Los icarianos llaman al conjunto de sus alojamientos “la ciudad”. En medio se encuentra el refectorio, en el centro de una gran plaza cuadrada; tres lados del cuadrado están ocupados por casas, separadas unas de otras, y los espacios que quedan entre ellas están cultivados con jardines. El cuarto lado está dedicado a las construcciones de utilidad común, lavadero, panadería, etc... Nada más risueño que el aspecto de Icaria. El gran edificio del refectorio, rodeado por las casitas, linda con un bosque frondoso que sirve de fondo a las casas pintadas de blanco. Árboles frutales y exóticos, prados verdes y flores separan agradablemente las diversas partes de este pueblo.”
El éxito de la iniciativa se debe, no obstante, a lo reducido del número de habitantes: 32 en total. Y ni siquiera estos soportan durante mucho tiempo vivir tan estrechamente ligados entre sí, a pesar de los jardines floridos y las casitas blancas. En 1876, la comunidad se divide en dos grupos: los jóvenes Icarianos-trece- que emigran a California y fundan Icaria-Esperanza, y los viejos icarianos -diecinueve- que fundan Nueva Icaria a corta distancia de la antigua, con idéntica disposición arquitectónica. Los dos pueblos duran aún algunos años, luego se disuelven respectivamente en 1887 y en 1895.
La idea de Cabet de fundar una metrópoli termina, pues, en una especie de reductio and absurdum, y lleva a la formación de núcleos rurales progresivamente más reducidos, hasta llegar a las dimensiones de una hacienda agrícola normal.
Es conocida la crítica que los socialistas científicos de la segunda mitad del XIX han opuesto a estos ingenuos precursores (los socialistas utópicos): los obstáculos para la realización de la nueva sociedad no radican en la ignorancia, sino en los intereses de las clases dominantes, y no hay que apelar a la persuasión, sino a la lucha de clases.
En el Manifiesto, de Marx y Engels, de 1848, se lee:
“Es propio, tanto de la forma no evolucionada de la lucha de clases, como de su propia situación, que ellos crean muy por encima del antagonismo de clases. Quieren mejorar la situación de todos los miembros de la sociedad. Incluso de los mejores situados. De ahí que continuamente apelen a la sociedad entera, sin distinciones y, preferentemente, incluso a la clase dominante. Puesto que basta sólo comprender su sistema para aceptarlo como el mejor proyecto posible de la mejor sociedad posible.”
Por eso están de acuerdo, en el fondo, con los liberales, ya que «también estos creen en el orden natural, si bien piensan que ya está realizado» por medio del libre cambio. En definitiva, todo se hace depender del saber; los utópicos creen que «el orden de cosas actual deriva de un error, y que los hombres se encuentran hoy en la miseria sólo porque, hasta ahora, no se ha sabido encontrar nada mejor... La demostración típica de esta ingenua concepción es la anécdota tan conocida de Charles Fourier, que se quedaba todos los días en su casa desde el mediodía hasta la una, esperando al millonario que debería traerle el dinero para construir el primer falansterio».
Esta crítica es válida desde un punto de vista político, pero pese a todos sus errores y, en cierto sentido, gracias a sus errores e ingenuidad política, Owen y los demás han aportado una muy importante contribución al movimiento de la arquitectura moderna.
Ellos no caen en el otro error común a toda la cultura política de su tiempo, liberal o socialista, de considerar que de nada sirve comprometerse en resolver los problemas particulares, por ejemplo, los de asentamiento si no se han resuelto antes los problemas políticos de fondo, y que las soluciones a todas las dificultades particulares llegan como consecuencia natural, una vez resueltas las dificultades generales. Por ello se comprometen, con más confianza de la razonable, en experimentos parciales, y a veces han creído -subvirtiendo las ideas en boga- poder resolver los problemas sociales con la arquitectura, y poder hacer mejores a los hombres con sólo hacerlos vivir en un falansterio o en un paralelogramo cooperativo.
Sus experimentos concretos han fracasado, pero la ciudad ideal que imaginaron ha entrado en la cultura moderna como un modelo cargado de generosidad y de simpatía humana, muy distinto de la ciudad ideal del Renacimiento, y continúa sirviendo de incentivo al progreso de las instituciones urbanísticas hasta nuestros días, aunque no pueda seguir siendo tomado al pie de la letra.
El lector habrá notado la impresionante similitud que existe entre las propuestas de Owen y Fourier -como la ciudad de habitación» con un determinado número de habitantes, las instalaciones centralizadas, la rue interieure, etc.- y algunas soluciones que se plantean insistentemente en los proyectos contemporáneos. Incluso el número de habitantes del falansterio de Fourier -1620- corresponde al número de personas alojadas en la primera unité d'habitation de Le Corbusier, y la densidad prevista por Owen, un acre por habitante, es la misma que indica Wright para Broadacre. La integración entre agricultura e industria, entre ciudad y campo, está resuelta de forma mítica e inadecuada, no se tienen en cuenta las grandes fábricas modernas, que a veces varias decenas de miles de obreros, ni algunas de las orientaciones de la moderna agricultura extensiva y mecanizada. Sin embargo, es cierto que la armonía entre estas dos realidades diferentes es la condición indispensable para reconstruir la unidad del ambiente y del paisaje moderno...
... El movimiento para la reforma de las artes aplicadas. La revolución de 1848 marca el punto culminante de las esperanzas de resurrección social que están animados los utopistas, mientras que el rápido contra-ataque de la reacción produce un abatimiento general; la distancia entre la teoría y la práctica se revela demasiado grande para pensar en una reforma inmediata del ambiente urbano.
Es éste un momento de revisión ideológica, en el cual la izquierda europea elabora una nueva línea de acción -anunciada en 1848 con el Manifiesto, de Marx y Engels- y contrapone a las reformas parciales una propuesta revolucionaria global. El debate político se plantea decididamente sobre cuestiones de principio y abandona sus vínculos tradicionales con la técnica urbanística, mientras que el nuevo conservadurismo europeo -el bonapartismo en Francia, el movimiento de Disraeli en Inglaterra, el régimen de Bismarck en Alemania- hace suyas, de hecho, las experiencias y las propuestas urbanísticas elaboradas en la primera mitad del siglo, y las utiliza como un importante instrumentum regni: sirven como ejemplo de todos ellas, los trabajos de Haussmann en Paris.
Como ya se ha dicho, Ias leyes de sanidad elaboradas antes de 1850 son aplicadas por los nuevos regímenes con espíritu distinto del originario, y hacen posibles las grandes intervenciones urbanísticas de la segunda mitad del siglo. Al mismo tiempo, los modelos teóricos, ideados por los escritores socialistas como alternativa a la ciudad tradicional, quedan, en buena parte, absorbidos por la nueva práctica, dejando de lado sus implicaciones políticas y siendo interpretados como simples propuestas técnicas, para reorganizar precisamente la ciudad existente.
Las ciudades ideales descritas después de 1848 -Victoria, de J. S. Buckingham, publicada en 1849, e Hygena, de B. W. Richardson, publicada en 1876- derivan de aquellos precedentes, pero carecen ahora de connotaciones políticas, mientras que se da toda la importancia a sus características constructivas y técnicas; constituyen el eslabón de unión entre las utopías socialistas y el movimiento de las ciudades jardín, que empieza a despuntar a fines del siglo, pero confirman en el fondo, el agotamiento de la línea de pensamiento de Owen, Fourier y Cabet, insostenible en la nueva situación económica y social.
De hecho, los nuevos regímenes autoritarios abandonan la política de no intervención en las cuestiones urbanísticas, propia de los regímenes liberales precedentes, y se comprometen directamente por medio de las obras públicas- o bien indirectamente -por medio de reglamentaciones y planes- a dirigir las transformaciones en curso en las ciudades.
De este intervencionismo nace una vasta experiencia técnica, indispensable para el desarrollo futuro de la urbanística moderna, pero al mismo tiempo la cultura urbanística pierde la carga ideológica de que la habían impregnado los primeros socialistas, y pierde su función de estímulo para una verdadera transformación del paisaje; ahora se trata, todo lo más, de racionalizar el cuadro existente, de eliminar algunas manifestaciones visibles del desorden urbano, manteniendo inalterables sus causas.
Así, la línea de pensamiento descrita en el apartado anterior, que debe considerarse justamente como la primera surgida de la cultura arquitectónica moderna, se diluye en la práctica de las oficinas técnicas y se deforman en la interpretación paternalista de los nuevos regímenes autoritarios. Al final, la propia incapacidad de los urbanistas para resolver las contradicciones de fondo de la ciudad industrial mantiene intactos los motivos para una revisión cultural, insoslayable a principios del siglo siguiente.