Págs.33-51 .“La industrialización y la ciudad. El rascacielos como tipo y símbolo”
[...] fila tras fila de ventanas en la superficie de color barro, arriba, arriba, ojos sin vida, tenebrosos huecos que hablan de aridez, desorden e incomodidad en el interior [...]. Hectáreas de edificios como éstos, en los que el tono de la suciedad revela las fechas relativas de su construcción; millones de toneladas de tosca albañilería que rompe el alma al verla. Cuarteles, a decir verdad, que albergan el ejército del industrialismo, un ejército que lucha consigo mismo, grado contra grado, hombre contra hombre, y del que los supervivientes tendrán con qué alimentarse
A mediados del siglo XIX, estas condiciones miserables eran fuentes de fervor revolucionario y también de fantasías reformistas. Para Karl Marx y Friedrich Engels, la cuestión de un entorno físico mejorado sólo podían contestarse en un estado posrevolucionario; ambos solían considerarse los planes de ciudades alternativas como intentos desesperados de imponer la voluntad individual a las ineludibles fuerzas de la historia. Para los visionarios socialistas utópicos, como sus comunidades ideales, los problemas estaban en liberar a la clase trabajadora de la alineación y la explotación de la labor mecánica y en redescubrir esa personalidad total escindida por la división del trabajo. Y por eso se estudiaron las posibilidades de sacar la ciudad a la naturaleza, o de insertar la naturaleza en la ciudad; de instalar a la población en las aldeas comunitarias o palacios colectivos; de reordenar la ciudad moderna de modo que funcionase como una máquina perfecta o como un organismo animando y saludable. Dado ese trasfondo de hollín, enfermedades, hacimientos y falta de espacio abierto del siglo XIX, no resulta en lo absoluto sorprendente que los proyectos de reforma urbana de principios del siglo XX insistiesen tanto en la luz, el espacio, la vegetación, la higiene y la transparencia.
Págs. .201 -215 “Arquitectura y revolución rusa”
La necesidad de destruir todos los vínculos con el pasado reaccionario trae problemas a los arquitectos que buscaban un lenguaje de expresión visual adecuado a los nuevos ideales. No podían crear ex Nihilo aunque tuviesen “una profunda comprensión de los procesos de la vida”. Había que crear un vocabulario que se adecuarse a la situación. Pero ¿a qué podía recurrir ahora el creador para sus formas? ¿Podían las realidades contemporáneas “generar” un vocabulario propio, o bien el individuo debía admitir que tenía que dar una interpretación personal a los acontecimientos? ¿Debía tratarse cada edificio como una solución neutra a un programa cuidadosamente analizado, poniendo el acento en los aspectos prácticos? ¿O debía el artista buscar metáforas e imágenes que destilasen su emoción ante las posibilidades posrevolucionarias? Tal vez debía tratar de crear emblemas provocadoras que hiciesen alusión al estado futuro; o quizás debía concentrarse en el diseño de prototipos para la posterior producción en serie al servicio de gran número de usuarios. Cuestiones y dilemas como éstos estaban presentes en los debates y en las exploraciones formales de finales de la década de 1910 y principios de 1920 . “Biblias tales como los escritos de Marx y Engels aportaban poca orientación, ya que se podían utilizar en apoyo de una amplia variedad de enfoques divergentes: ningún escritor había tenido nunca más que una idea confusa del modo en que el “arte” había funcionado en las culturas del pasado.
Págs. 241-255“La comunidad ideal: alternativas a la ciudad industrial”
La búsqueda de nuevos modos de vida, fundamental para mucha de la arquitectura moderna de la década de 1920, quedó también patente en algunos programas idealista para la reorganización de la ciudad industrial. Pero mientras que los encargos individuales de villas, escuelas, fábricas y residencias universitarias permitían a los artistas socialmente comprometidos hacer realidad como microcosmos algunos fragmentos de sus sueños más grandes, el poder de construir totalidades urbanas rara vez se les presentaba. Por tanto, las visiones que de la ciudad tenía la vanguardia se quedaron generalmente sobre el papel; con todo, fueron capaces de infiltrarse gradualmente en la imaginación de las generaciones posteriores y alterar así el propio concepto y la imagen misma de la ciudad moderna.
Los numerosos planes de ciudades ideales de la década de 1920 indican una ambición por construir el mundo de nuevo, por comenzar desde el principio, y por librar de una vez por todas a la cultura de los despojos de las “formas muertas”. Sin embargo, al igual que la nueva arquitectura a menudo tenía raíces en la historia, también las nuevas las nuevas ciudades solían ser mezcolanzas de elementos urbanos existentes agrupados de otra manera. El hecho es que las utopías están ligadas históricamente, tienen raíces ideológicas y precedentes formales y, si escarbamos bajo esta retórica del “mundo feliz”, con frecuencia encontramos una vena de nostalgia que recorre el futurismo.
Los problemas capitales que afrontan urbanistas como Tony Garnier, Hendrik Petrus Berlage, Le Corbusier, Walter Gropius, Ernst May y Nikolai Miliutin tenían una historia ligada inevitablemente a la evolución de la ciudad industrial en el siglo XIX. La mecanización y los nuevos medios de producción y transporte habían transformado por entonces la morfologia urbana existente en un embrollo incoherente de instituciones e infraestructuras de circulación que servían al desarrollo capitalista.
Más aún, las ciudades de las regiones industrializadas de Gran Bretaña y Francia habían crecido a una velocidad incontrolada, ya que el campesinado había acudido a las zonas urbanas en busca de empleo y había sido alojado en las condiciones más sórdidas. En el mismo periodo, la población creció de manera espectacular. El resultado fue un paisaje degradado de fábricas, casas de vecindad y calles mugrientas sin unos servicios comunitarios o privados decorosos. Todo ello fue descrito por Engels en 1845, tras una visita a Manchester, como «una inmundicia y una suciedad repugnantes de las que no se puede encontrar parangón».
Pero los desgarros de la industrialización se extendieron más allá de los barrios degradados de la clase obrera hasta llegar a otras zonas de la ciudad. Como se expuso en el capítulo 2, las fuerzas combinadas de la especulación del suelo y el transporte ferroviario penetraron en el tejido antiguo y destruyeron la jerarquía existente. Nuevos tipos de edificios como los rascacielos y las estaciones ferroviarias trastocaron la escala y cambiaron la imagen de la ciudad....
...Las críticas a la ciudad industrial se enmarcaron de diversas formas. Marx y Engels afirma que las verdaderas raíces del mal residían en la corrupción del orden social engendrado por el capitalismo; así pues, abogan por la revolución como requisito previo para lograr un entorno político y arquitectónico decoroso.
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Págs. 159-196.“Vulnerabilidades”
Neofeudalismo inmobiliario: el problema de la vivienda y las casas vacías
En 1872, Frederich Engels escribió una serie de tres artículos bajo el título de El problema de la viviendaque, recopilados, se convirtieron en un libro fundacional y clásico. Con este texto, Engels estaba delimitando y conceptualizando un problema que ya era estructural y endémico de la economía capitalista. Según Engels, ni la filantropía, ni el higienismo, ni el socialismo utópico iban a resolver el problema de la vivienda. Este solo se solucionaría con la revolución social, ya que el problema de la vivienda es estructural al sistema económico del capitalismo, que se basa en la propiedad privada del suelo y en la explotación de la fuerza de trabajo. En el contexto del capitalismo, el valor de cambio de la vivienda es un elemento clave de dominio, explotación y esclavización, ya tenga el obrero que buscar la residencia por su cuenta, ya sea el empresario o industrial el que se la facilite cerca de la fábrica o el lugar de trabajo. Y ello no iba a cambiar con las propuestas del paternalismo empresarial o del socialismo utópico. El mismo Engels había dejado clara la diferencia en su texto esencial, Del socialismo utópico al socialismo científico. Por tanto, la explotación del trabajo va estrechamente ligada a la propiedad del suelo y al control del mercado de la vivienda.
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Págs.11-64. “El Eclecticismo Historicista”
El problema de los alojamientos populares se convierte en el punto central de la ciudad del siglo XIX. F. Engels, con su libro The Condition of the Working Class in England («Las Condiciones de Vida de la Clase Trabajadora en Inglaterra»), de 1845, proporcionó la contribución más fidedigna, aunque enfocada desde su punto de vista revolucionario, para todos aquellos sociólogos, técnicos y urbanistas que sucesivamente se han ocupado de ese problema. De acuerdo con una investigación de la época, en Bristol, de 2.800 familias el 46 por 100 disponía de una sola habitación; en una zona de Londres, el East End, se señalaban 1.400 casas habitadas por 12.000 personas; en la parroquia de Saint-George, en Hannover Square, de 1.463 familias 929 tenían una habitación única, 408 vivían en dos, mientras que 623 no tenían nada más que una cama. Los alojamientos subterráneos eran muy numerosos en Londres, Manchester, Liverpool y Leeds. Las carencias urbanísticas de la ciudad paleoindustrial fueron generales; las penurias de cada sector repercutían en todas los demás. Los elevados índices de hacinamiento, la falta de servicios higiénicos, las dificultades de aprovisionamiento de agua y sobre todo las relativas al saneamiento de las aguas negras fueron todas ellas causas concomitantes de las repetidas epidemias de peste. Éstos se consideran, por otra parte, como los únicos factores capaces de movilizar al Estado y a los entes públicos, y también como las principales causas de las intervenciones de saneamiento que indican la incapacidad y los límites del régimen liberal, de la ideología del laissez faire, para resolver los problemas sin la intervención pública. Es más, entre los fenómenos típicos de la primera ciudad industrial hay que recordar la inexistente distinción entre las distintas zonas de la ciudad: en ausencia de ordenanzas al efecto, los talleres e hilaturas se instalan por doquier creando consecuencias nocivas para las zonas habitadas adyacentes, para el tráfico y para la contaminación del agua y del aire, pero quizá sobre todo porque su presencia representaba un compromiso para el sucesivo desarrollo de la ciudad.
El cuadro que hemos descrito encuentra una interpretación bastante fiel en la ciudad que Dickens llama Coketown en su libro Tiempos difíciles, pero la ciudad del carbón, del humo y de la máquina marca también un punto de referencia, constituye el símbolo de un proceso irreversible, rico en contradicciones, pero también una etapa de un extraordinario desarrollo social y humano. Por otra parte, del diagnóstico y de la terapia de esta ciudad malsana nace, por obra de técnicos, legisladores, administradores, reformadores y utopistas, la urbanística moderna. >> Debido al gran desarrollo de la ciudad e industrial, las nuevas tecnologías han aparecido para favorecer el transporte y el trabajo de los ciudadanos, sin embargo, la mala gestión, construcción y ordenación de los sectores dieron lugar a pésimas condiciones de los trabajadores. Creando así un nuevo problema y una nueva solución, la urbanística moderna. Esta puede considerarse como generada, desde el punto de vista sociopolítico al que hemos dedicado este párrafo, por tres aspectos diversos: uno legislativo-reformista, otro específico de los utopistas decimonónicos y un tercero que refleja la actitud de los primeros marxistas sobre el tema. En cuanto a los esfuerzos para compensar en el campo edificatorio y urbanístico los desequilibrios producidos por la revolución industrial, siguiendo la vía de las reformas legislativas, se presentan siempre las siguientes fases: en primer lugar, se efectúan encuestas precisas sobre las condiciones higiénico-sanitarias y residenciales del patrimonio edificatorio existente, especialmente en lo que atañe a los alojamientos populares (en inglaterra, por ejemplo, se dispone de la encuesta dirigida oficialmente por Edwin Chadwick y de la «privada» de Engels, junto con una serie de investigaciones menores promovidas por organismos religiosos y filantrópicos): en un segundo momento, entre profundos problemas políticos, ya que entran en conflicto los intereses públicos y los privados, se dictan algunas leyes sobre la salud pública (tales como el Public Health Act de 1898, el Artisan’s and Labourers Dwelling Act de 1866, el Housing of Worker Class Act de 1390, etc.); la tercera fase se refiere a las leyes relativas a la expropiación de bienes privados declarados de utilidad pública; es ésta la institución que pone en crisis la ideología liberal, la que constituye en cierto modo una inversión de la tendencia respecto a la política aconsejada por Adam Smith y, en definitiva, el instrumento considerado como básico para todas las sucesivas reformas urbanísticas.
Va a ser Francia la que desarrolle una acción más decidida en este campo, la primera ley sobre la expropriation pour cause d'iuiitié publique es de 1810, pero considera casos excepcionales; la ley de 1841 extien de la expropiación a los casos de grands travaux publics; la de 1850 prevé la aplicación a todos los tipos de trabajos a efectuar, comprendidos los barrios residenciales....
... El tercer enfoque político, económico y social de los problemas de la ciudad industrial es el de los primeros marxistas. Engels, después de su encuesta juvenil sobre las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, volvió a ocuparse de las casas de los trabajadores, es decir, del punto central de la urbanística del XIX, en tres artículos aparecidos en 1872 en Volksstaat. En ellos, el autor, en polémica con los socialistas reformistas, critica negativamente todas las tentativas llevadas a cabo hasta aquel momento” para resolver el problema de los alojamientos obreros, desde las company towns a las cités ouvrieres napoleónicas y las building societies, considerándolas como expresiones del paternalismo, la mixtificación y, sobre todo, causa posterior de la explotación de los trabajadores por los patronos; más razonadas son las reservas que expresa sobre la obra de los primeros socialistas utópicos. En resumen, Engels considera el alojamiento como una de tantas contradicciones del sistema capitalista, irresoluble de manera satisfactoria mientras exista tal régimen, y como una tarea a realizar por la gestión del estado socialista, considerando, por otra parte, la inminencia de una revolución que habría acabado con aquel sistema. Refiriéndose a estos escritos, observa Benévolo: «Engels prefiere (...) considerar el futuro orden urbano como una simple consecuencia de la revolución económica a que debe tender el movimiento obrero, y englobar la cuestión del alojamiento por completo en la cuestión social. Así la crítica marxista, mientras enuncia algunos principios fundamentales para la interpretación de las experiencias en curso, deja al descubierto su aplicación en el campo específico de la programación edificatoria y se separa durante mucho tiempo del acontecer urbanístico».Esto es cierto, puesto que casi todo cuanto se ha realizado en el campo arquitectónico- urbanístico en el periodo a examen no es fruto de una revolución, que no ha cumplido los plazos previstos sino de un espíritu reformista. Las elaboraciones «particulares» que Engels refuta desde su punto de vista constituyen el mismo esfuerzo que, desde los utopistas a Morris, desde los técnicos más avanzados a las ¿administraciones democráticas, ha traducido en acciones concretas y positivas las aún imperfectas condiciones socioeconómicas. Pero si los primeros marxistas no alentaron estos intereses y consideraron ineficaces tales clases de intervención, no es cierto que quedaran apartados de los acontecimientos urbanísticos. Mientras tanto, como hemos observado en otra ocasión no se encuentra en dos escritos de Engels el rechazo de la obra de los socialistas utópicos, sino su dimensionamiento histórico; así, reconoce, por algunos aspectos que no pueden pasarse por alto, la certeza de algunos de sus análisis y previsiones, «Ya los primeros socialistas utópicos modernos —escribe—. Owen y Fourier, habían acertado a ver el problema en sus esquemas de la sociedad modelo la antítesis entre campo y ciudad ya no existía (...) sólo una distribución lo más uniforme posible de la población sobre todo el territorio, sólo una coordinación íntima de la producción industrial y de la agrícola, acompañados de la aplicación de la red de comunicaciones que se hace necesaria, presuponiendo efectuada da abolición del modo de producir capitalista, son capaces de sacar a la población agrícola de su aislamiento (...) la utopía surge cuando se propone en base a las condiciones actualmente existente prescribir la forma en que ha de resolverse esta o aquella contradicción de la sociedad actual» Como se ve, además de repetir el rechazo a considerar la reforma urbanística viable mientras que persistan los límites del sistema capitalista (y de esto de testimonio la experiencia histórica posterior) se reconoce a la cultura precedente la enumeración de algunos principios, la relación campo- ciudad, la coordinación de las respectivas actividades, la distribución equilibrada de los habitantes sobre el territorio, etc., que, aunque se han convertido en patrimonio ideológico de todo el mundo, han tenido en los marxistas sus principales defensores. Pero, aparte de esto, cualquiera que haya sido su intervención «técnica» en el acontecer urbanístico, el marxismo, en sus diversas facciones como concepto antagonista del capitalismo y por ser la fuerza representativa de gran parte del movimiento obrero, se ha tomado siempre como potencia impulsora, como parámetro de referencia, como factor dialéctico, en una palabra. como protagonista (aunque a veces indirecto) de toda la cultura urbanística moderna, así como del resto de la historia contemporánea. >> Los marxistas defendían las problemáticas del sistema liberal que impedían el desarrollo de una reforma urbanística viable; que defendían algunos socialistas utópicos como Owen y Fourier, además de coordinar una producción industrial y agrícola, creando así un concepto nuevo de relación campo-ciudad.
Allí donde falta esta fuerza, que ha actuado a veces como freno, así como esa serie de iniciativas reformistas que han constituido una rémora al desarrollo indudable del sistema liberal, este hecho se ha puesto de manifiesto de la manera más explícita: pensemos en el caso emblemático de toda la realidad paleo capitalista americana, la escuela de Chicago, que estudiaremos entre otras obras del eclecticismo historicista.
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Págs.. 61-84.“ La época de la reorganización y los orígenes de la urbanística moderna (1983-1850)”
En 1838, el Assistant Commissioner's report sobre las condiciones de vida de los tejedores manuales describe así las nuevas calles construidas en Bethnal Green en los últimos decenios «por los más desenvueltos especuladores de la edificación»:
Muchas de ellas son las peores que puedan imaginarse, desprovistas por completo de alcantarillas. Las casas son, generalmente, de dos pisos; los cimientos se han puesto, a veces, directamente sobre las brozas o el manto vegetal, y no existe ventilación alguna entre el suelo de los locales que sirven de vivienda y el terreno sin drenaje que está inmediatamente debajo; el pavimento de las calles es del tipo más mísero, compuesto, las más de la veces, por basuras terrosas y blandas, y polvillo de ladrillos amasado con humedad. El agua se abre paso bajo las casas y, en unión de los líquidos que están en los pozos negros, sale con frecuencia al exterior, en forma de vapores nocivos, y esto sucede en las salas de estar.
No obstante, en otros lugares la situación es distinta: [En Coventry] las casas de la mejor categoría de tejedores, comparadas con las de los obreros agrícolas, son viviendas buenas y confortables; algunas están bien amuebladas. [Y en Barnsley] las casas están construidas, en su mayoría, de piedra, aireadas y soleadas, ya que la ciudad y los alrededores cuentan con abundante espacio libre. Los sótanos donde trabajan no son más húmedos de lo deseable para su actividad. Incluso cuando los habitantes padecen extrema pobreza, sus casas ofrecen un aspecto de pulcritud y buen orden.
Engels, en su libro sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra, de 1845, señala, aparte de la insalubridad de los edificios, la congestión de la ciudad y la falta de toda reglamentación en la explotación de los terrenos:
[En Manchester] filas sueltas de casas o grupos de calles aparecen aquí y allá, como pequeños pueblos, sobre el nuevo suelo de arcilla, en el que no crece ni yerba; las calles ni están pavimentadas ni tienen alcantarillado, pero albergan numerosas piaras encerradas en pequeños corrales o patios o campando sin restricciones, por el vecindario. [En el núcleo antiguo] la confusión ha llegado al colmo, ya que allá donde el programa constructivo de la época precedente dejó algo de espacio, han aparecido nuevas edificaciones, hasta no quedar entre las casas una pulgada de terreno por construir. [En los nuevos barrios la situación es más grave], si cabe, pues si antes se trataba de casas aisladas, aquí cada patio y patinejo se combinan al gusto de cada cual, sin tener para nada en cuenta la situación del resto. Aquí una callejuela sale en una dirección, allí en otra; a cada momento se llega a un callejón sin salida, o se va dando vueltas a una manzana, o nos volvemos a encontrar en el punto de partida.
La evacuación de las inmundicias es uno de los problemas más acuciantes. [En Bradford, en 1844, hay un basurero] en la zona más frecuentada de la ciudad, justo en el centro comercial que contiene basuras y desperdicios de carnicerías, retretes y urinarios. Los guardias no creen poder hacer nada para suprimirlo por ser de propiedad privada. [En Greenock, en 1840] en una parte de Market Street, existe un montón de estiércol, quizá demasiado grande para denominarlo simplemente montón. No se equivocará uno mucho si evalúa su inmundo contenido en cien yardas cúbicas. Es el almacén comercial de un vendedor de estiércol; las ventas las efectúa al por menor y, para que sus clientes salgan favorecidos, conserva siempre el núcleo central, puesto que cuanto más viejo, más se aprecia.
Págs. 175-213.“Las iniciativas para la reforma del ambiente, desde Robert Owen a William Morris"
Es conocida la crítica que los socialistas científicos de la segunda mitad del XIX han opuesto a estos ingenuos precursores (los socialistas utópicos): los obstáculos para la realización de la nueva sociedad no radican en la ignorancia, sino en los intereses de las clases dominantes, y no hay que apelar a la persuasión, sino a la lucha de clases.
En el Manifiesto, de Marx y Engels, de 1848, se lee:
“Es propio, tanto de la forma no evolucionada de la lucha de clases, como de su propia situación, que ellos crean muy por encima del antagonismo de clases. Quieren mejorar la situación de todos los miembros de la sociedad. Incluso de los mejores situados. De ahí que continuamente apelen a la sociedad entera, sin distinciones y, preferentemente, incluso a la clase dominante. Puesto que basta sólo comprender su sistema para aceptarlo como el mejor proyecto posible de la mejor sociedad posible.”
Por eso están de acuerdo, en el fondo, con los liberales, ya que «también estos creen en el orden natural, si bien piensan que ya está realizado» por medio del libre cambio. En definitiva, todo se hace depender del saber; los utópicos creen que «el orden de cosas actual deriva de un error, y que los hombres se encuentran hoy en la miseria sólo porque, hasta ahora, no se ha sabido encontrar nada mejor... La demostración típica de esta ingenua concepción es la anécdota tan conocida de Charles Fourier, que se quedaba todos los días en su casa desde el mediodía hasta la una, esperando al millonario que debería traerle el dinero para construir el primer falansterio».
Esta crítica es válida desde un punto de vista político, pero pese a todos sus errores y, en cierto sentido, gracias a sus errores e ingenuidad política, Owen y los demás han aportado una muy importante contribución al movimiento de la arquitectura moderna...
... El movimiento para la reforma de las artes aplicadas. La revolución de 1848 marca el punto culminante de las esperanzas de resurrección social que están animados los utopistas, mientras que el rápido contra-ataque de la reacción produce un abatimiento general; la distancia entre la teoría y la práctica se revela demasiado grande para pensar en una reforma inmediata del ambiente urbano.
Es éste un momento de revisión ideológica, en el cual la izquierda europea elabora una nueva línea de acción -anunciada en 1848 con el Manifiesto, de Marx y Engels- y contrapone a las reformas parciales una propuesta revolucionaria global. El debate político se plantea decididamente sobre cuestiones de principio y abandona sus vínculos tradicionales con la técnica urbanística, mientras que el nuevo conservadurismo europeo -el bonapartismo en Francia, el movimiento de Disraeli en Inglaterra, el régimen de Bismarck en Alemania- hace suyas, de hecho, las experiencias y las propuestas urbanísticas elaboradas en la primera mitad del siglo, y las utiliza como un importante instrumentum regni: sirven como ejemplo de todos ellas, los trabajos de Haussmann en Paris.
Como ya se ha dicho, Ias leyes de sanidad elaboradas antes de 1850 son aplicadas por los nuevos regímenes con espíritu distinto del originario, y hacen posibles las grandes intervenciones urbanísticas de la segunda mitad del siglo. Al mismo tiempo, los modelos teóricos, ideados por los escritores socialistas como alternativa a la ciudad tradicional, quedan, en buena parte, absorbidos por la nueva práctica, dejando de lado sus implicaciones políticas y siendo interpretados como simples propuestas técnicas, para reorganizar precisamente la ciudad existente.
Las ciudades ideales descritas después de 1848 -Victoria, de J. S. Buckingham, publicada en 1849, e Hygena, de B. W. Richardson, publicada en 1876- derivan de aquellos precedentes, pero carecen ahora de connotaciones políticas, mientras que se da toda la importancia a sus características constructivas y técnicas; constituyen el eslabón de unión entre las utopías socialistas y el movimiento de las ciudades jardín, que empieza a despuntar a fines del siglo, pero confirman en el fondo, el agotamiento de la línea de pensamiento de Owen, Fourier y Cabet, insostenible en la nueva situación económica y social.
De hecho, los nuevos regímenes autoritarios abandonan la política de no intervención en las cuestiones urbanísticas, propia de los regímenes liberales precedentes, y se comprometen directamente por medio de las obras públicas- o bien indirectamente -por medio de reglamentaciones y planes- a dirigir las transformaciones en curso en las ciudades.
De este intervencionismo nace una vasta experiencia técnica, indispensable para el desarrollo futuro de la urbanística moderna, pero al mismo tiempo la cultura urbanística pierde la carga ideológica de que la habían impregnado los primeros socialistas, y pierde su función de estímulo para una verdadera transformación del paisaje; ahora se trata, todo lo más, de racionalizar el cuadro existente, de eliminar algunas manifestaciones visibles del desorden urbano, manteniendo inalterables sus causas.
Así, la línea de pensamiento descrita en el apartado anterior, que debe considerarse justamente como la primera surgida de la cultura arquitectónica moderna, se diluye en la práctica de las oficinas técnicas y se deforman en la interpretación paternalista de los nuevos regímenes autoritarios. Al final, la propia incapacidad de los urbanistas para resolver las contradicciones de fondo de la ciudad industrial mantiene intactos los motivos para una revisión cultural, insoslayable a principios del siglo siguiente.