Inprimatu

 KOSTOF, Spiro. Historia de la Arquitectura. Edit. Alianza Editorial.Madrid, 1988.


Tomo 3. Pags. 957-993. Una arquitectura para un nuevo mundo.


Pág.966-968. Un mundo del que escoger. El Neoclasicismo.


Incluso antes de que se ejercieran presiones contra ellos desde el exterior, los clasicistas habían tenido disputas familiares acerca de sus objetivos. En el siglo XVII se desató un acalorado debate en Europa entre los Antiguos y los Modernos. Galileo, Francis Bacon y Descartes, tres fundadores de la ciencia moderna, habían establecido el conocimiento analítico y experimental como sustituto para la fe ciega en los clásicos. En arquitectura, la batalla se dio entre aquéllos que defendían inquebrantablemente las líneas maestras del precedente antiguo, y aquellos otros que defendían el derecho de los arquitectos contemporáneos a variar y enmendar lo que Vitrubio y los edificios de Roma prescribían.


El más claro portavoz de los Modernos era Charles Perrault, el hermano del arquitecto que diseñó el frente oriental del Louvre. Sin desviarse de la fe clásica, Perrault hizo una distinción bastante significativa. Había dos tipos de belleza, escribía, la positiva y la arbitraria. La primera se derivaba del empleo de materiales ricos, de las masas efectivas, de la simetría, de la grandiosidad y del refinamiento. Era obvia para todos, y en cierto sentido, indiscutible. La belleza arbitraria, por otra parte, era una cuestión de gusto, de modas cambiantes. Dependía del ornamento, y el ornamento variaba según las costumbres locales y también con el paso del tiempo. Esta era la parcela específica del arquitecto.


Ahora, para Perrault, la base del buen gusto seguía siendo el lenguaje clásico porque éste disfrutaba del consenso universal. Pero una vez que se había puesto de manifiesto la atracción de convenciones visuales alternativas, arraigó la idea del arquitecto como experto del estilo. El arquitecto se convirtió en el artista que aplica revestimientos ornamentales de varios tipos a la sustancia inmutable de la arquitectura: su belleza positiva. Las reglas del diseño, es decir, de la superficie, no dependían de valores absolutos, sino que establecían meramente los valores relativos de lo que era aceptable en cada época. Soufflot decía simplemente: «Las reglas son gusto y el gusto es reglas... el gusto las forma y ellas forman el gusto».


Pero en la primera parte del siglo XVIII lo que más incomodaba a los clasicistas reformistas no era la amenaza progresiva de los revivals no clásicos, sino los excesos de la arquitectura barroca tardía y rococó - especialmente de esta última, cuya preciosa fragilidad y su ornamento frívolo y alado abastecía a una sociedad sibarita, indulgente y egocéntrica. En Inglaterra, la contraofensiva contra todo ello era el Neo-Palladianismo, aunque los caminos serpenteantes y las extravagancias de sus jardines probablemente deban tanto al gusto del rococó francés como a la lejana China. En Francia, la reacción tomó un cariz diferente. Hacia mediados del siglo se dio una añoranza del gusto solemne y autocontenido del Rey Sol y su corte. Ahora se sostenía que la época de Luis XIV era comparable, sobrepasándolas, a las tres cumbres de la cultura: los días de Pericles (o de Alejandro), la Roma de Augusto y la Florencia de los Médici. El rococó era una desviación efímera del auténtico camino de la arquitectura fijado por Le Vau, Mansart y sus asociados. Ahora había que retroceder y recuperar la dignidad y la sustancia de esta hazaña culminante.


En la práctica, ni la monumentalidad ni la decoración, pesada y rica, de la Age de Grandeur fue recobrada. Pero gran parte de lo que se construyó en la década o la veintena posterior a 1750 favoreció una apariencia limpia, purificada y austera. En esta línea, la obra más característica es la de Ange-Jacques Gabriel (1698-1782). Su elegante Petit Trianon en Versalles lo dice todo: su prístina masa cúbica con bordes limpios y pronunciados, sus bandas de superficie plana para molduras, sin cúpulas ni frontones que la enfaticen, salvo una elegante proyección de las crujías centrales en el plano monocromático de la fachada. No es muy palladiano, como se verá con una rápida comparación con la Casa de la Reina en Greenwich, pero comparte el mismo sentido de serena formalidad.


En la práctica, ni la monumentalidad ni la decoración, pesada y rica, de la Age de Grandeur fue recobrada. Pero gran parte de lo que se construyó en la década o la veintena posterior a 1750 favoreció una apariencia limpia, purificada y austera. En esta línea, la obra más característica es la de Ange-Jacques Gabriel (1698-1782). Su elegante Petit Trianon en Versalles lo dice todo: su prístina masa cúbica con bordes limpios y pronunciados, sus bandas de superficie plana para molduras, sin cúpulas ni frontones que la enfaticen, salvo una elegante proyección de las crujías centrales en el plano monocromático de la fachada. No es muy palladiano, como se verá con una rápida comparación con la Casa de la Reina en Greenwich, pero comparte el mismo sentido de serena formalidad.


 


 

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