" En Inglaterra -donde el Rococó nunca había sido aceptado del todo- el impulso para redimir los excesos del Barroco encontró su primera expresión en el palladianismo iniciado por lord Burlington, si bien algo de este mismo espíritu purgativo puede detectarse en las últimas obras de Nicholas Hawksmoor en Castle Howard. Sin embargo, a finales de la década de 1750, los británicos ya estaban completando asiduamente su formación en la propia Roma, donde, entre 1750 y 1765, se podía encontrar como residentes a los principales defensores del Neoclasicismo, desde el prorromano y proetrusco Piranesi a los progriegos Winckelmann y Le Roy, cuya influencia estaba aún por llegar. Entre el contingente británico se hallaban James Stuart, que iba a emplear el orden dórico griego ya en 1758, y el joven George Dance, que nada más regresar a Londres en 1765 diseñó la prisión de Newgate, una construcción superficialmente piranesiana cuya rigurosa organización muy bien podía estar en deuda con las teorías neopalladianas de las proporciones formuladas por Robert Morris. El desarrollo definitivo del Neoclasicismo británico llegó inicialmente con la obra de John Soane, discípulo de Dance, que sintetizó con un nivel notable diversas influencias provenientes de Piranesi, Adam, Dance e incluso del Barroco inglés. La causa del greek revival o revitalización del estilo griego fue más tarde popularizada por Thomas Hope, cuyo libro Household furniture and interior decoration (1807) permitió contar con una versión británica del ‘estilo imperio’ napoleónico, por entonces en proceso de creación por parte de Percier y Fontaine.
Nada más lejos de la experiencia británica que el desarrollo teórico que acompañó a la aparición del Neoclasicismo en Francia. La temprana conciencia del carácter relativo de la cultura a finales del siglo XVII impulsó a Claude Perrault a poner en duda la validez de las proporciones vitruvianas tal como habían sido heredadas y depuradas a través de la teoría clásica. Por el contrario. Perrault elaboró su tesis de la belleza positiva y de la belleza arbitraria, otorgando a la primera el papel normativo de la estandarización y la perfección, y a la segunda esa función expresiva que puede ser requerida por una circunstancia o un carácter particulares."
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La Reina Ana murió en 1714, y la guerra de sucesión acabó cuando un príncipe de la Casa de Hannover ascendió al trono como George I. Ello condujo al partido liberal (Whig) al poder; éstos eran hombres de la Ilustración que, en contraste con los conservadores (Tories), defendían la supremacía del Parlamento y el Bill of Rights. Este nuevo talante de libertad nacional y de xenofobia funcionó en contra de la grandiosa manera de Wren y sus discípulos, centrada en la corte. Este fue el trasfondo de un repentino e inesperado cambio de gusto, maquinado por un pequeño y determinado grupo de hombres encabezados por Richard Boyle, tercer conde de Burlington, que consiguieron que la arquitectura regresara a los tiempos de Iñigo Jones y Palladio.
En 1715 aparecía en Londres la primera entrega de una elaborada edición inglesa de los Cuatro Libros de Arquitectura de Palladio. El mismo año el primer volumen del Vitruvius Britannicus de Colen Campbell volvía a dar a conocer al público, mediante soberbios grabados, los edificios de Iñigo Jones. En el prefacio, Campbell condena rotundamente el barroco italiano. Después de Palladio «se había perdido la grandiosa manera y el gusto exquisito de la construcción», a excepción de Iñigo Jones, que retoma y culmina lo que el maestro de Vicenza había comenzado. He aquí las bases del Neo-Palladianismo, el movimiento que dominará la Inglaterra georgiana y que dará forma a su arquitectura, tanto privada como pública, durante casi cuarenta años.
Hay dos promotores tras este movimiento de sorprendente éxito. La habilidad y los medios de su patrón principal, Lord Burlington, deben consignarse en primer lugar. Sus dos hogares familiares, la casa de Picadilly (Londres) y la finca campestre de Chiswick, se convirtieron en vitrinas de exposición del nuevo estilo. Allí, Burlington se rodeó de artistas y hombres de letras, incluyendo a Campbell y al decorador y diseñador de paisajes William Kent (ca. 1685-1748). Burlington era un liberal. Soñaba con un idioma universal representativo de la libertad que fuera expresión del presente democrático e ilustrado de la nación. Las fórmulas derivadas de Palladio, simples, razonables y fáciles de aprender podían difundir esta respuesta propiamente inglesa a la arquitectura del absolutismo y de la Iglesia Católica.
Y aquí, el fenómeno de un manual arquitectónico tenía un papel decisivo que jugar. Estos manuales baratos y compactos producidos y destinados para los artífices de las construcciones ofrecían explicaciones breves y prácticas de detalles como puertas, ventanas, etc., que podían ser copiados directamente (Figs. 22.7, 22.8b). Los más conocidos de estos libros son los de los prolíficos William Halfpenny y Batty Langley. A través de ellos el Neo-Palladianismo se «ponía al alcance de la capacidad más humilde», como decían las páginas de su título. La regulación y normalización de la construcción de viviendas que resultó de varias Actas del Parlamento promulgadas después del Gran Incendio de 1666 se extendió ahora a los adornos del gusto. Calles enteras fueron delimitadas por casas prácticamente iguales (Fig. 22.8a). Generalmente eran producidas en masa por empresarios especulativos de la industria de la construcción especialmente albañiles y carpinteros. El material empleado era el ladrillo; el solar era normalmente estrecho. La casa se asentaba en la parte frontal de su parcela alargada, con un patio o jardín en la parte posterior; para la clientela más adinerada se añadía una cochera y un establo. Cada planta tenía dos habitaciones, una detrás de la otra, con un pasillo y una escalera a un lado. La disposición vertical de la vivienda era tan típica de Londres como lo era la extensión horizontal de los hôtels de París con sus appartements. Desde la calle, unos escalones conducían a la puerta principal que tenía un marco palladiano en madera, generalmente pintado de blanco. La planta baja estaba tratada como una especie de podio, haciéndose más hincapié en los pisos superiores. Estos podían estar articulados por pilastras y columnas adosadas o bien desplegar su clasicismo en los marcos de las ventanas y en la cornisa superior, y por supuesto en las proporciones. Las cornisas con aleros de madera fueron prohibidas por un estatuto de 1707, por lo que se generalizaron los tejados en parapeto. Por los mismos años, las ventanas de bisagra dejaron paso a las de guillotina con marco retranqueado, de invención holandesa.
El procedimiento establecido para estos desarrollos era, para un terrateniente noble, dividir una propiedad urbana en parcelas y arrendarlas a una renta baja, por períodos de alrededor de 99 años, a personas que desearan construir casas en ellos a su propia costa. Esta actividad era coordinada por el constructor especulativo, que actuaba como intermediario. Al final del arrendamiento, las casas revertían al propietario del terreno. Debemos destacar que la mayoría de las fincas de Londres estaban vinculadas a una familia, o eran administradas por una sociedad, y no podían ser vendidas legalmente. El sistema de arrendamiento permitía su desarrollo lucrativo y daba a la ciudad pulcros vecindarios uniformes con una plaza principal, una serie de calles, instalaciones de tiendas y mercados, y en ocasiones una iglesia.
Las fincas residenciales georgianas estaban fuera de los confines de la apretada City of London medieval, en el espacioso West End. Esta zona pasó a estar reservada a las clases superiores no productivas, mientras que la City permaneció en manos de los hombres de negocios. El poderoso atractivo de los barrios elegantes desencadenó el éxodo de la City de los comerciantes con aspiraciones, mientras que la calidad de vida de las clases trabajadoras, cada vez más segregadas, y de los emigrantes en busca de trabajo, se deterioraban permanentemente. La separación social entre los pobres y los bien situados, entre el núcleo urbano en decadencia y los suburbios opulentos, se convirtió en un hecho real antes de que hubiera ningún recurso frente a las restricciones legales como delimitadoras de zonas.
Los edificios públicos y las mansiones campestres del nuevo estilo eran, por supuesto, más grandiosas, pero siempre se comportaban con esa fría reserva y tenaz ortodoxia que caracterizaba a todo el movimiento del Neo-Palladianismo. Pero no debemos pensar que lo que estaba llevándose a cabo era una simple transcripción de Palladio. La propia confianza de Iñigo Jones en los modelos italianos del siglo XVI había sido bastante ecléctica, y ello se manifestaba en la obra de los arquitectos que ahora revivían a Jones junto con Palladio. La nueva Villa de Burlington en Chiswick, por ejemplo, se fija sólo superficialmente en el modelo de la Villa Rotonda de Palladio. La planta, dispuesta en torno a un octogono central, muestra distribuciones de habitaciones muy diferentes en sus dos frentes, y las fachadas son asimismo distintas (Fig. 22.9, 19.33). Incluso las ventanas palladianas del frente del jardín, con sus arcos exteriores abarcan-tes, domestican las características del motivo veneciano. El tambor octogonal con sus ventanas termales yuxtapone un elemento fuertemente extrovertido con la masa cúbica de debajo. Internamente, la inspiración para la decoración de las habitaciones procede de Jones, no de Palladio.
Pero más incomprensible es el hecho de que Chiswick, y todas las demás villas neo-palladianas, fueran concebidas para estar en parques de diseño informal. A primera vista, esto parece paradójico (Fig. 22.10). ¿Cómo puede ser que una arquitectura tan pulcra, de una formalidad tan doctrinaria, se concilie con jardines libres y pintorescos? Tenemos que recordar aquí que el neo-palladianismo establece un ethos nacional, democrático, protestante, contra la tiranía dual del catolicismo y el poder absoluto. Si el barroco era propagandístico del primero, los jardines formales de los franceses recordaban a los aristocratas liberales ingleses la rimbombancia principesca, la autocracia y su corolario, la servidumbre.
Estos parques y jardines, donde, sus más bellos parajes reordenados, y la naturaleza por presuntuoso arte oprimida, por los que se lamenta el genio de los bosques…
como decía un poeta del círculo de Burlington. Inglaterra, un país libre, deja a la naturaleza en libertad -o casi-. El arte se contenta con realzar lo que ya hay allí, con «vestir a su señora y revelar sus encantos». La arquitectura clásica y el jardín de paisaje, pues, son dos vehículos complementarios mediante los cuales se expresa la libertad.
Los orígenes del jardín inglés, según el comentario de la época, estaban en la Roma republicana y en China. Por supuesto, la primera opción era un capricho literario. Se apoyaba en la poesía pastoral latina y en las descripciones de las villas campestres de Cicerón, Plinio y otros. La deuda con China parece más extraña. Era producto tanto de la interpretación como de la realidad. La Ilustración creía que China era gobernada sabiamente por monarcas benevolentes que tenían en el corazón el interés del pueblo, de un modo parecido al modelo del filósofo-rey de Platón. Esto encontraba confirma-ción a nivel ambiental en la licencia, cuidadosamente producida, de los jardines chinos, con sus arroyos sinuosos, sus delicados puentes y sus pequeñas islas, de los que traían relatos los viajeros y, por primera vez en 1713, también representaciones visuales. Kent, que trazó lo que fue quizá el primer jardín parcialmente natural de Inglaterra para la Villa Chiswick de Burlington, compartía este amor por la estudiada irregularidad de los jardines chinos, que los ingleses letrados llamaban sharawagi.
La moda decorativa llamada chinoiserie había comenzado incluso antes con una pequeña casa de placer construida en el parque de Versalles por Louis le Vau en 1670. Tras esta moda subyacía una caprichosa imagen de China como la tierra de las casas ajardinadas pintadas de colores vivos y con celosías, de altas torres de pagodas, aleros vueltos hacia arriba de los que colgaban carrillones o pequeñas campanas, y cantidad de jade y porcelana. Hacia comienzos del siglo XVIII, las habitaciones chinas estaban haciendo furor en los palacios europeos (Fig. 22.11). Sus interiores juguetones, exótica y preciosamente decorados encajaban con el talante coqueto del rococó. Estas habitaciones tenían porcelanas y maderas caladas, paneles lacados, muebles «japoneses», paneles con floridas escenas orientales, tabaqueras esmaltadas, y estatuillas de porcelana. Pronto los edificios de chinoiserie comenzaron a salpicar los jardines, especialmente en Inglaterra: pagodas llamadas «la casa de Confucio», casas de pescar, puentes, salones de té, todos ellos hechos de materiales raramente más sustanciosos que la madera calada, el papier maché, y la lona pintada (Fig. 22.12). Hacia mediados de siglo el poeta James Cawthorn escribía:
Nuestras granjas y establecimientos comienzan a parecerse a las elegantes villas de Pekín; Sobre cada colina se levanta un templo coronado en espiral Con serpientes colgadas a su alrededor, y con una orla de campanas.