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KOSTOF, Spiro., Historia de la Arquitectura. Edit. Alianza Editorial. Madrid, 1989.


Tomo 3 págs. 955. "Fueron las figuras literarias inglesas, Alexander Pope y Joseph Addison, las que hablaron por primera vez de una apariencia natural en la arquitectura de jardines, protestando contra los diseños reglamentados de Le Nôtre. El jardin anglais rompió la tiranía de los ejes resueltos, de los senderos geométricos, de los setos recortados y loa árboles afeitados. La curiosidad acerca de nuestras pasiones, de la psicología humana, alimento en tipo de comentarios que disgustaron a las educadas certezas del buen gusto. El ejemplo más famoso esla Discusión folosófica sobfre el origen de nuestras ideas de lo sublimo y lo bello de Edmund Burke, publicado en Londres en 1757. Burke elogiaba el misterio que surge del peligro la oscuridad, la soledad, la ruidosa vastead de las cataratas, la furia de las tormentas violentas. Entre el temos sublime y la belleza elegante del siglo se interpuso una tercera dimensión estética, lo pintoresco, para expresar las formas libres e irregulares, las texturas ásperas, los ritmos indefinidos, la ruina evocadora o el molino peculier".


Tomo 3. Pags. 957-993. Una arquitectura para un nuevo mundo.


Pág.975-987. Un mundo del que escoger. Grecia contra Roma.


El distinguir la práctica griega, para su alabanza, destruía la sagrada unidad del idioma clásico que se suponía encerraban los órdenes. Se desarrollaron facciones pro-Grecia y pro-Roma que luchaban entre sí con imágenes y palabras. Las expediciones se dispusieron a estudiar y clasificar los restos griegos por primera vez. Se atribuye la primacía en este terreno al equipo de James Stuart y Nicholas Revett. Durante casi tres años, entre enero de 1751 y septiembre de 1753, se enfrentaron a las plagas, las inquietudes políticas y otros azares que resultaron de la invasión turca y visitaron escenarios antiguos como Corinto, Delfos y Delos. Pero pasaron gran parte del tiempo midiendo y dibujando los restos de la Atenas clásica, esperando redescubrir mediante tan riguroso trabajo de campo el ideal perdido de las proporciones griegas.


El primer volumen de sus bellos grabados, titulado Antigüedades de Atenas, apareció en 1762. Mientras tanto, otros estaban dando a conocer la arquitectura colonial griega de Paestum en la Italia central. Estos templos, robustos y erosionados, alentaron la tendencia del primitivismo, el deseo de volver al pasado rudimentario para comenzar una nueva época histórica no corrompida. Volvió a verse favorecido el orden dórico.


Por su parte, la escuela contraria estaba reuniendo evidencias para demostrar la vitalidad, la inventiva y la audaz variedad de la tradición romana. Los monumentos de las provincias distantes fueron profusamente introducidos en libros como Las ruinas de Palmira, de John Wood, de 1753, o Las ruinas del palacio del embajador Diocleciano de Spalato en Dalmacia, de Robert Adam, de 1764. Mientras tanto, el descubrimiento de Herculano en 1738 y el de Pompeya en 1748 abrían un emocionante capítulo de las excavaciones modernas.


La figura más vistosa y eficaz del bando romano fue el arquitecto y grabador Piranesi (1720-1778). Ardientemente orgulloso del pasado de su país y maestro de las reconstrucciones imaginativas, este apasionado veneciano se asentó en Roma hacia 1740 y se enfrentó a los rigoristas, a los pro-griegos y a todos los demás que se habían unido al coro de los contrarios al virtuosismo, al rigor inventivo, a la riqueza de la arquitectura romana, tanto reciente como antigua. Piranesi aceptó y defendió una teoría de la época por la cual los romanos estaban en deuda con las formas nativas de los etruscos más que con los griegos. En términos arquitectónicos, él consideraba a los etruscos como intermediarios entre la arquitectura de mampostería de Egipto y la de Roma, y una de las más populares fantasías de Piranesi eran una serie de chimeneas a la manera egipcia. En el otro extremo estaba su serie de Cárceles «Carceri», unas visiones amenazantes y siniestras de interiores flotantes en los que no había órdenes columnarios de ningún tipo para articular el espacio, ni clímax arquitectónicos fijos, ni límites descritos o implícitos. Estas oscuras invenciones que se fijaban en el teatro, y en las ruinas subterráneas que Piranesi conocía tan bien, estaban llenas de puentes levadizos, cadenas, pasadizos sobre arcos y todo tipo de mecanismos y maquinarias, para crear un mundo desestabilizado que es lo más opuesto al orden clásico, correspondiéndose con la definición de Burke de aquellas terribles sensaciones de peligro que caracterizaban a lo sublime.


Pero el grueso de los más de mil aguafuertes de Piranesi está dedicado a la visualización de la ciudad de Roma, sus monumentos y sus estructuras utilitarias, su grandeza y su decadencia. En contrastes ricos y oscuros de sombra y luz, hace aparecer escenas de inquietante gigantismo y desolación. Se recrea en las proezas de ingeniería que son los acueductos, carreteras y estructuras densamente amontonadas.


Emplea vistas oblicuas y una atmosfera brumosa barrida por el viento para sugerir inmensos panoramas en los que todas las construcciones, antiguas y modernas, sucumben a los destrozos del tiempo. Capta la escala, el sentimiento y la iluminación de una arquitectura romana abovedada cuya complejidad multicameral es mucho más dramática en un estado ruinoso de lo que podría serlo en la realidad. Lo registraba todo: fragmentos de edificios, objetos, inscripciones, cisternas, bóvedas derruidas, pavimentaciones; y a partir de este vasto conocimiento ensambló composiciones de su propia invención, eclécticas y muy eruditas.


Roma no había perdido nada de su poder de atracción. Al contrario, en el siglo XVIII se había convertido en obligatorio puerto de llamada para escritores, diletantes, anticuarios y artistas con aspiraciones; era una cámara de destilación de nuevas ideas y sala de exposición del talento europeo. La educación de un caballero inglés no se consideraba completa sin el Grand Tour que culminaba en Roma. A la Academia Francesa del Corso venían, para una estancia de tres años, los ganadores del Premio de Roma, el más alto galardón de la Academia de Arquitectura de París. Estos jóvenes pensionnaires eran atraídos por el ferviente círculo de Piranesi, cuyo taller de grabado estaba al otro lado de la calle, o bien por el círculo de Johann Joachim Winckelmann, el principal defensor de la supremacía griega.


Desde la ascensión del Papa Clemente XIV (1769-1774), la afición por las antigüedades era una política oficial. La estatuaria clásica se exhibía en el Palacio de los Conservadores del Capitolio y en habitaciones nuevas del Vaticano construidas en la década de 1770 detrás del Cortile del Belvedere. Se estaba definiendo el Museo de Arte como tipo constructivo y como institución de educación pública. Las colecciones privadas de la villa del Cardenal Albani habían sido instaladas de manera similar por consejo de Winckelmann. Distinguidos extranjeros visitaban estos templos de arte e iban y venían por entre las ruinas, acompañados por vivaces cicerones. Los pintores y grabadores componían atentamente lo más memorable de las ruinas en vistas imaginarias que se levarían consigo los visitantes a sus casas de Londres, Munich y Burdeos.


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