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Retrato de perfil

SMITH, Adam

  • Economista y filósofo
  •  
  • 1723 - Kirkcaldy (Escocia). Reino Unido
  • 1790 - Edimburgo (Escocia). Reino Unido

Este escocés, uno de los mayores exponentes de la economía clásica y de la filosofía económica, es conocido principalmente por su obra La riqueza de las naciones (1776). Dicho estudio acerca del proceso de creación y acumulación de la riqueza, por el que es considerado el padre de la economía moderna, es señalado como el documento fundador del liberalismo económico, basado en la economía del crecimiento. Sus principios fundamentados en la naturaleza humana, sostiene  que "La clave del bienestar social está en el crecimiento económico. Libertad del trabajo y libre competencia”, siendo inspirador del idealismo inglés y del trascendentalismo americano.“Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas”.


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FUSCO Renato de .,Historia de la arquitectura Contemporánea. Ed. Celeste. Madrid,1992.


Págs.11-64.“El Eclecticismo Historicista”  


...El liberalismo, nacido con las ideologías democráticas, igualitarias y humanitarias de la Revolución francesa, se afianzó como traducción política, social y económica del individualismo. Desde el punto de vista económico, el liberalismo, cuyo punto de apoyo era el principio de la propiedad privada, sostenía que toda actividad de intercambio debería desarrollarse sin ninguna interferencia, siguiendo las leyes del beneficio individual y del juego espontáneo de la oferta y la demanda; además, afirmaba que el interés privado, estimulando el ritmo de trabajo y la competencia, acabaría representando una mejora colectiva y que, siempre gracias a la libre relación de la oferta y la demanda, todas las situaciones de cambio y de crisis económica se equilibrarían automáticamente, Por su parte, gracias al positivismo, para el que sólo el conocimiento experimental de los hechos es fructífero, y al creciente progreso de las ciencias naturales, se produjo un notable desarrollo tecnológico con la invención de nuevas máquinas, capaces de sustituir el trabajo artesanal y revolucionar radicalmente los tradicionales procesos de producción. Al liberalismo se asocia, así pues, el industrialismo. Además, ya que el costo de las nuevas maquinarias e instalaciones, inaccesible a los artesanos, exigía el adelanto de un enorme capital inicial, todo esto, unido a la nueva organización productiva y al comercio rápido y cuantitativamente importante de los productos manufacturados, es decir, la utilización al máximo de las máquinas y la recuperación más rápida posible del capital invertido en los gastos de implantación llevó al capitalismo. Del conjunto de estos fenómenos nacen la producción en masa, la economía de consumo y el beneficio, el régimen de competencia, apoyado en la ética y en el postulado económico por el cual todo es lícito, útil y bueno con tal de que se venda. Cuando se pasa de la competencia a nivel nacional a la conquista de los mercados exteriores, el régimen capitalista obliga al estado a entrar en conflicto con otros países productores y a una política colonial, dando lugar a una nueva versión del viejo imperialismo. La clase que hizo suya la ideología del capitalismo industrial fue la burguesía; a diferencia de la nobleza que, en su tiempo, estaba interesada en la gestión de la actividad agrícola —si no en la pura renta—, la burguesía se comprometió totalmente en la industria y en el comercio y, una vez adquiridos los instrumentos modernos de producción, se convierte en la clase dominante de la sociedad decimonónica. Además del indiscutible papel histórico, desarrollado entre grandes hechos y profundas contradicciones, esta clase tenía la particularidad de ser abierta: a ella podía acceder todo el que, independientemente de su nacimiento y de sus condiciones de partida, fuera capaz de adquirir eficacia, riqueza y poder...


... La ciudad se convierte en el punto más favorecido, en el que concurren las actividades productivas. las de intercambio, las económicas y las de decisión. De acuerdo con los datos de Lavedan, de 1750 a 1850 Manchester pasa de 12.000 a 400.000 habitantes; Glasgow de 30.000 a 300.000; Leeds de 17.000 a 170.000; Londres es la primera ciudad europea que a fines del siglo XVIII alcanza el millón de habitantes. Los motivos que atrajeron a la ciudad a la gente del campo son de orden económico: la posibilidad de un salario más elevado y regular; técnico: unas condiciones de vida más higiénicas y el disfrute de una mayor asistencia, y recreativo: la ciudad ofrece más ocasiones de encuentro y diversión que el campo. Estas ventajas van acompañadas de una importante contrapartida. La ciudad no resiste el empuje de los cambios y de la ingente inmigración; es el lugar donde se verifica con más fuerza el choque de clases; ella misma se convierte en objeto como mercancía capitalista, con sus solares para construir y sus edificios. Siguiendo las teorías económicas liberales (ya en 1766, como recuerda Benévolo, Adam Smith aconsejaba a los gobiernos ceder los terrenos de patrimonio nacional para sanear sus presupuestos), los entes públicos ceden a los privados la propiedad de las áreas edificables, perdiendo así toda posibilidad de control urbanístico. En el período más típico de la revolución industrial, los años que van de 1760 a 1830, se ponen de manifiesto las mayores penurias: las construcciones antiguas del centro, las más deprimidas y malsanas, son ocupadas por los inmigrantes del campo, y las encuestas llevadas a cabo algunos años más tarde describen condiciones inhumanas de habitabilidad en Londres, Manchester, Liverpool y Leeds; no era muy diferente la situación de los nuevos alojamientos construidos en la periferia precisamente para albergar a la nueva masa de trabajadores; para obtener partido de estas condiciones precarias surge una categoría ex profeso de empresarios constructores, los jerry builders, a quienes se debe la formación de los slums y de los actuales suburbios proletarios. 


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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs.. 61-84.“ La época de la reorganización y los orígenes de la urbanística moderna (1983-1850)” 


Este período, desde el Reform Bill de 1832 hasta la abolición del impuesto sobre el trigo de 1846, es llamado por Belloc «la edad de la reorganización». Queda ahora claro el contraste entre libertad y autoridad del que hablamos en la introducción. Los reformadores whigs, empapados de ideas radicales, destruyen definitivamente la organización del ancien régime y los viejos vínculos que se oponían a la libertad de las nuevas iniciativas; pero deben resolver, al mismo tiempo, los problemas de organización derivados de los nuevos desarrollos, y deben adoptar, poco a poco, un sistema de reglas adecuado a la sociedad industrial, que acabará por limitar la libre iniciativa de modo más enérgico y determinante que el viejo sistema. H. M. Croome escribe: “Las relaciones económicas se complican en proporción directa al crecimiento de la técnica capitalista; cuanto más se concentra la población en las ciudades, más depende la prosperidad de uno de la de los demás, que jamás conoció, y más se siente la necesidad de que la conducta de cada cual se amolde a un modelo preestablecido. Por ejemplo, la salud de un ciudadano deja de ser únicamente asunto suyo, puesto que la enfermedad que le afecta puede contagiar a sus vecinos con mayor facilidad que la que tuviera un campesino en una casa aislada. La educación se hace más importante. Y se hace también más importante la responsabilidad social, el sentimiento de que «todos somos miembros de un mismo cuerpo»... Así, siguiendo la evolución del capitalismo, nos enfrentamos con una paradójica situación: la idea individualista destruye la vieja solidaridad y posibilita el desarrollo del capitalismo; éste, a su vez, aumentando la dependencia recíproca, favorece el retorno de aquella misma solidaridad. “(1)


 En este momento —y particularmente en los decenios que van desde 1830 a 1850 nace la urbanística moderna. La convivencia de los hombres en la ciudad industrial plantea nuevos problemas de organización: los antiguos instrumentos de intervención se revelan inadecuados, y se elaboran otros nuevos, adaptados a las recientes condiciones. De año en año las ciudades crecen, y algunas alcanzan tamaño excepcional: en sentido absoluto, como Londres (figs. 51-53), que a finales del XVIII alcanza el millón de habitantes, primera entre todas las ciudades europeas, o con relación a su origen, como Manchester, que en 1760 tenía 12.000 habitantes y a mitad del siglo XIX se acerca a los 400.000.


 Los recién llegados son preferentemente obreros industriales; su vivienda, como su salario y las condiciones de trabajo, están sometidas, únicamente, a la libre iniciativa y se reducen al mínimo nivel compatible con la supervivencia.


 Grupos de especuladores -los jerry builders- se encargan de construir filas de casas de un solo piso, a medida que las van necesitando, con el único propósito de obtener la máxima ganancia: «con tal de que permanecieran en pie (aunque sólo fuera temporalmente) y que las personas sin otro recurso no tuvieran más remedio que ocuparlas, a nadie le importaba lo más mínimo que ofrecieran seguridad e higiene, que tuvieran luz y aire, o que estuvieran abominablemente sobrepobladas».


 Existen todavía en las ciudades inglesas numerosas instituciones y cuerpos administrativos de origen antiguo, encargados de controlar la edificación, las instalaciones urbanas, los abastecimientos, etc.; sólo en Londres pueden contarse cerca de trescientos, aunque incapaces de intervenir a la nueva escala del fenómeno, sin autoridad y vistos con desconfianza por la opinión pública, como residuos del ancien régime y partícipes de la inercia de toda vida administrativa local, hasta la ley de 1835. Es decir, falta todo control de la autoridad pública sobre la actividad privada.


 Precisamente al mismo tiempo que renuncia a influir con reglamentaciones sobre la calidad de la edificación privada, la autoridad se priva también del suelo de su propiedad, que le habría permitido intervenir por la vía indirecta y controlar, por lo menos, la situación de los nuevos barrios.


 Ya en 1776 Adam Smith aconsejaba a los gobiernos vender los terrenos del patrimonio nacional para saldar sus deudas. Así, en muchas ciudades, las áreas edificables caen bajo el control exclusivo de la especulación privada, y las exigencias especulativas imponen su ley a la ciudad: fuerte densidad de edificación, crecimiento en anillos concéntricos alrededor de los viejos centros o de los lugares de trabajo, falta de espacios libres.


 Tal estado de cosas no empeora, necesariamente, los elementos singulares -casas, calles, instalaciones—, pero provoca grandes inconvenientes de conjunto que únicamente se evidencian al alcanzar el crecimiento de la ciudad un cierto límite.


 Muchos de los jerry buildings son míseros e inhospitalarios; pero la familia que a fines del XVIII va a habitar a una de estas casas, viene, probablemente, desde un hogar campesino igualmente inhóspito, sobrepoblado y, además, impregnado por el polvillo de un telar manual. Hablando en términos estadísticos, no se puede negar que las casas que se construyen en este período son de mejor calidad que sus precedentes, pero los jerry buildings son un ejemplo típico de la lógica smithiana de la época, que, una vez desarrollado un tipo de edificio relativamente sólido y funcional, cree poder juntar multitud de ejemplares del mismo tipo, hasta el infinito, sin que pase nada. Es, precisamente, en el tema de las relaciones entre las varias viviendas donde entra en crisis la edificación de la primera edad industrial.


 Hoy diríamos que el error en los nuevos barrios obreros era más urbanístico que de edificación, pero tal distinción no habría sido apreciada fácilmente por los hombres de aquel tiempo. Pese a todo, las consecuencias concretas golpean su vista y olfato: insalubridad, congestión, fealdad.


 La falta de una instalación racional para evacuar los desechos líquidos o sólidos puede pasar inadvertida en el campo, donde cada casa tiene mucho espacio para quemar y enterrar las basuras y realizar al aire libre las necesidades más fastidiosas, pero es fuente de graves peligros en las aglomeraciones urbanas, tanto mayores cuanto más se extiende la ciudad. Mientras las casas se encuentran distribuidas en pequeños grupos, el aprovisionamiento de agua en las fuentes públicas puede hacerse con facilidad; pero se convierte en difícil en los nuevos barrios, muy extensos y compactos; por otra parte, los usos industriales del agua excluyen los usos civiles. Las funciones que se desenvuelven en los espacios exteriores —la circulación peatonal y de los carros, el juego de los niños, la cría de animales domésticos, etc.—, no interfieren entre sí cuando se trata de grandes espacios, pero la molestia es intolerable si se ven obligados a desarrollarse uno sobre otro en los estrechos pasajes entre las casas. El ambiente que resulta de estas circunstancias es feo y repulsivo hasta más allá de lo que se pueda expresar; como en un gran acuario, la infección de una parte infecta rápidamente el todo, y no es necesario demasiado altruismo para interesarse en ello porque las infecciones y epidemias producidas se difunden desde los barrios populares a los burgueses y aristocráticos.


Puesto que los males incumben a la ciudad en su conjunto, los remedios deben ser, igualmente, de orden general y competen a la autoridad pública, no a los individuos. Así, esta situación, nacida de la confianza en la libertad ilimitada de los individuos y de la ausencia de los medios tradicionales de control público, empuja necesariamente a las autoridades a intervenir de un modo distinto, poniendo nuevas limitaciones a cada iniciativa inmobiliaria privada.


 Pero la necesidad de una reglamentación unitaria del espacio en que se mueve la sociedad industrial viene además demostrada, de la forma más convincente, por las posteriores realizaciones de la propia industria, y sobre todo por un hecho que, a su vez, caracteriza netamente la época de la reorganización: la creación de una red ferroviaria.

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