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HONOUR, Hugh, FLEMING, John, PEVSNER, Nikolaus.,Diccionario de Arquitectura. Alianza Editorial. Madrid, 1984.


pág. 565. "Es quizás el arquitecto inglés más original. Su estilo muy personal es superficialmente neoclásico, de hecho romántico o pintoresco en una complicada e inesperada interacción espacial. Intenso, severo y algunas veces bastante extraño, sus edificios reflejan su carácter. Siempre estaba inseguro de sí mismo, y a pesar de su inteligencia, nunca logró una completa confianza y autoridad incluso en su propio estilo. Hijo de un constructor de Berkshire, se formó con Dance y Holland, estudió luego durante tres años en Italia, donde probablemente conoció a Piranesi; sin embargo la influencia francesa, en especial la de Peyre y Ledoux, fué más profunda.


Devoto de la arquitectura neoclásica francesa, en Inglaterra el eclecticismo, bajo la bandera de lo pintoresco se había convertido en una fuerza creciente. Soane contemporáneo de John Nash aunque se mantuvo apartado de todos los movimientos, practicó una variedad de estilos tan notables como los de Nash.


Su obra tocó la sensibilidad de la época en parte del romanticismo inglés, el mundo de Walpole y la novela gótica y de poetas ya artistas como Coleridge, Blake y Fuseli. Intercambió entre el neoclasicismo parisino-romano y lo pintoresco y sublime inglés y el renacimiento gótico. Soane estaba profundamente afectado por Francia; sin embargo fue capaz de transformar su ejemplo en un estilo que era un tanto intrínsecamente inglés y románticamente suyo propio. Creó la versión neoclásica del renacimiento gótico. 


Volvió a Londres en 1780, pero su carrera empezó realmente con su nombramiento como Inspector del Banco de Inglaterra en 1788. Sus obras en el Banco (destruido) figuran entre las más progresistas de la Europa de su tiempo. La Bolsa (empezada en 1792) y la Rotonda (empezada en 1796) debieron parecer austeras de un modo chocante, con sus cúpulas bajas y el énfasis general puesto en la utilidad y simplicidad estructural por no mencionar la reducción del ornamento clásico a bandas estriadas de un modo rudimentario y molduras reticulares. En su obra, el elemento romántico y pintoresco aumentó después de 1800, sobre todo en Pitshanger Manor (1800-1903) hoy biblioteca pública de Ealing y en la Dulwich College Art Gallery 1811-14, restaurada en 1953. Una construcción primitiva de ladrillo con cada elemento curiosamente destacado por alguna ligera interrupción o rehundimiento y especialmente en su propia casa nº13 Lincoln´s Inn Fields. Londres. Esta es una obra extraña y personal hasta extremo de retorcimiento, especialmente en el interior, con una disposición congestionante y claustrofóbica, complicados niveles de suelos, ingeniosas iluminaciones de techos, cientos de espejos para sugerir planos rehundidos y veladas divisiones y arcos colgantes de inspiración gótica, para destacar los techos de las paredes. El interior ilustra de modo perfecto la estilización lineal y el énfasis en las superficies más que en los volúmenes. Sus últimos edificios notables son las funcionales caballerizas del Hospital de Chelsea (1814-1817), St. Peter Walworth (1822) y Pell Wall (1822-28), una casa de guardas, a modo de villa, con curiosos rasgos que recuerdan a Vangrugh. Fue nombrado catedrático de arquitectura en la Real Academia en 1806 y caballero en 1831. Publicó Designs in Architecture. Londres 1778, reeditado en 1790."


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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs.14-60. 1ªPARTE. LA FORMACIÓN DE LA CIUDAD INDUSTRIAL. “La Revolución Industrial y la arquitectura (1760-1830)”.


2.- Ingeniería y neoclasicismo.


Análogamente, el progreso de la técnica permite afinar los razonamientos constructivos y funcionales; la mayor atención acordada a estos hechos induce a una especie de rectificación y restricción de las reglas tradicionales; por ejemplo, la columna se justifica sólo si está aislada; el tímpano, únicamente si en realidad tiene un tejado detrás etc. Frezier, en el Mercure de France, de 1754, llega a mantener que las cornisas usadas en el interior de las iglesias son perfectamente absurdas, porque deberían corresponder a canales en el alero del tejado y que hasta un 2salvaje con sentido común” (personaje corriente en estas disputas del siglo XVIII) se daría cuenta, inmediatamente de esta aberración: ”el mostraría sin duda sus preferencias por la arquitectura gótica, pese a estar tam mál considerada, porque no hace alarde de una imitación tan desquiciada”.


El sistema de la arquitectura tradicional no está en situación de aguantar tales críticas. La persistencia de las formas clásicas de los órdenes etc. debe justificarse pues, de otra forma, siendo los argumentos posibles los siguientes.


O se recurre a las supuestas leyes eternas de la belleza, que funcionan como una forma de principio de legitimidad en arte (notemos, de paso, que cuando se recurre de manera explícita a tal principio, ya la opinión pública ha puesto en tela de juicio el tradicional estado de cosas); o se invocan razones de contenido, es decir, se considera que el arte debe inculcar las virtudes civiles, y que usas las formas antiguas hace recordar los nobles ejemplos de la historia griega y romana; o bien, más simplemente se atribuye al repertorio clásico una existencia de hecho, a cauda de la moda o de la costumbre.


La primera posición,  sostenida por teóricos como Winckelmann y Milizia, es hecha propia por los más intransigentes miembros de la Academia, como Quatremère de Quincy, preocupados por poner a salvo la autonomía de la cultura artística, y marca la obra de algunos artistas, ligados más rigurosamente a la imitación de los antiguos: Canova, Thorvaldsen, L.P. Baltard. La segunda es característica de la generación envuelta por la Revolución Francesa de David y de Ledoux, que hacen del arte profesión de fe política, produciendo una particular distorsión expresiva que puede encontrarse también en otros de sus contemporáneos, en Soane y Gilly. La tercera posición que se basa en las premisas de los racionalistas del XVIII, como Patte y Rondelet, es teorizada en las nuevas escuelas de ingeniería, especialmente por Durand y, sustancialmente, se apropian de ella los más afortunados proyectistas que trabajan en tiempos de la Restauruación: Percier y Fontaine en Francia, Nash en Inglaterra, Schinkel en Alemania, así como la gran masa de los ingenieros sin ambiciones artísticas.


Los primeros y los segundos constituyen la minoría culta y combativa, que atribuye al neoclasicismo un valor cultural unívoco; el suyo puede llamarse neoclasicismo ideológico.


Por el contrario, para los otros, es decir, para la mayor parte de los constructores, el neoclasicismo no deja de ser una simple convención,  a la que no se atribuye ninguna significación especial, pero que permite dar por descontados y apartar los problemas formales, para desarrollar de modo analítico, como requiere la cultura técnica de la época, los problemas técnico-constructivos y de distribución: lo podemos llamar neoclasicismo empírico.


Mientras unos cargan las formas antiguas de significados simbólicos, y, por encima de la realidad concreta, libran una batalla de ideologías, los otros usan idénticas formas, pero hablan lo menos posible de ellas y, al amparo de esta convención, profundizan en las nuevas exigencias de la ciudad industrial.


La batalla entre las corrientes del neoclasicismo ideológico es el episodio más llamativo y, corrientemente, viene colocado en el primer plano de la perspectiva histórica, pero no es el más importante para nuestro relato.


 


 


 

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