Págs. 13-33.“El Art Nouveau, 1890-1910”
Simbolismo. La mayoría de historiadores coinciden en los importantes cambios que sucedieron en el clima intelectual de la Europa Occidental en las últimas dos décadas del siglo XIX. El siglo había estado dominado por una creencia en que el progreso que había sido posible gracias a la ciencia y a la tecnología, una creencia que halló su formulación filosófica en el movimiento conocido como positivismofundado por Auguste Comte (1798-1857). En la literatura y el arte era el naturalismo el que había correspondido con mayor acierto al prevalente estado de ánimo positivista. Pero para la década de 1880 la confianza en el positivismo había empezado a desgastarse, junto con la fe en la política liberal que lo había respaldado. Varios acontecimientos políticos contribuyeron sin duda a este fenómeno, entre ellos la terrible depresión económica europea que comenzó en 1873.
En Francia, patria del positivismo, el cambio en el clima intelectual resultó especialmente evidente, y vino acompañado de un significativo aumento de la influencia de la filosofía alemana. En la literatura, fue el movimiento simbolista el que dirigió el ataque. Los simbolistas sostenían que el arte no debía imitar las apariencias, sino revelar una realidad esencial subyacente. Esta concepción había sido adelantada por Charles Vaudelaire, cuyo poema Correspondecias –que incluía la teoría de la sinestesia, formulada por Emanuel Swedenborg, aunque probablemente sin saberlo- expresaba la idea de que las artes están íntimamente relacionadas entre sí a un nivel profundo: “Igual que largos ecos que a lo lejos se confunden / […] / los perfumes, los colores y los sonidos se responden”.
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Págs. 157-174.“Los intelectuales y el público frente al nuevo ambiente”
En las épocas anteriores la ciudad industrial era una cosa limitada, mensurable y relativamente inmóvil; se podía, por ello, reflejarla más fácilmente en una representación unitaria e intuitiva. Cualquiera que construyera un edificio podía concebirlo en relación con toda la ciudad y si la actividad de cada constructor estaba guiada por una misma sensibilidad, la unidad del conjunto quedaba garantizada con el tiempo, sin que fuera menester la intervención de una planificación reflexiva.
Por las cantidades ahora en juego – numero de habitantes, número de casas, kilómetros de calles etc – son mucho mayores y escapan a la posibilidad de representación directa. Londres, Paris, Viena han crecido de tal forma que nadie es capaz de verlas en su conjunto desde ningún punto, ni de atravesarlas de punta a punta de una sola vez, ni siquiera de reconstruir una imagen completa en la memoria, aunque las hubiera recorrido sin dejar un solo rincón. La velocidad de crecimiento ha aumentado mucho, y nadie puede hacerse idea de los nuevos desarrollos, si no es considerándolos por etapas; los propios habitantes se maravillan de tanto en tanto, de las imprevistas transformaciones del aspecto de la ciudad. También hoy, quien viva en una gran ciudad se verá continuamente sorprendido por el espectáculo de los nuevos barrios, que no ha tenido tiempo de ver en construcción, por la transformación de los viejos ambientes tradicionales, sin haberse podido dar cuenta de las fases del cambio, y tendrá la inquietante sensación de haber quedado atrás, en su propia experiencia, respecto a la vida de la ciudad. Sólo un gran poeta a mediados del siglo XIX, advierte este cambio en términos explícitos y lo expresa en el célebre dístico:
Les vieux Paris n´est plus: la forme de une ville change plus vite, hélas, que le coeur d´un mortel.
(Ya no existe el viejo Paris; la forma de una ciudad cambia más rápido; !ay! que el rorazón de los mortales)
En el pasado, el ritmo de la vida de una ciudad se presentaba más lento y estable que el ritmo de la vida humana y los hombres encontraban en la ciudad un punto de apoyo y referencia para su experiencia: ahora sucede lo contrario y aquel punto de apoyo se desploma, porque el rostro de la ciudad parece más caduco que la memoria humana.
Este cambio – que en la práctica exige el abandono de los antiguos sistemas de control intuitivo y su sustitución por un plan organizado de intervenciones – es considerado por los escritores de la época como una limitación negativa, desconcierta su capacidad de representación y es quizá el motivo principal de su desdeñoso rechazo.
El tema de la gran ciudad inquieta particularmente a la literatura del siglo XIX: la metrópoli -Londres para los ingleses, Paris para los franceses – inspira a los escritores alternativamne un furioso rechazo y una atracción morbosa.
Ya en 1726 Defoe escribía sobre Londres “¿Hasta donde se extenderá esta ciudad monstruosa? ¿Dónde debe colocarse su línea de límite o de circunvalación?”
Cuando Heine llega a Londres en 1828 su impresión es ésta:
“He visto la cosa más extraordinaria que la tierra pueda mostrar al alma estupefacta; la he visto, y todavía estoy aturdido… aún permanece en mi memoria aquella selva petrificada de casas y, en medio, el rio impetuoso de vivaces rostros humanos, con todo el arco iris de sus pasiones, con toda su prisas desesperada… Esta desnuda seriedad de las cosas, esta uniformidad colosal, este movimiento mecánico, este aire de tedio en la misma alegría, este Londres desorbitado, que oprime la fantasía y destroza el corazón”
También en esta ocasión la visión de un poeta, con todo, es más penetrante que la de sus contemporáneos: Heine se da cuenta de que la grandiosidad de Londres no resulta de una imagen arquitectónica, en el sentido tradicional, sino que deriva de la repetición indefinida de elementos a escala humana: “Esperaba grandes palacios y no vi mas que barracas. Pero es precisamente su uniformidad y su cantidad incalculable, las que dan tal impresión de grandiosidad”.
Para Balzac, Paris es “el gran cáncer humeante que se extiende por las orillas del Sena”, o la ciudad de las mil luces, la capital del placer. Es difícil que un escritor de esta época sea objetivo y equilibrado, se habla de una gran ciudad y, de hecho, se desconoce la realidad, se la sustituye por una imagen mítica, teñida por el oro del entusiasmo o el negro de la desconfianza.
La insatisfacción general ante el eclecticismo
En 1861, en el último verso de la gran poesía Le voyage, dedicada a Maxime du Camp. Baudelaire fija el objetivo de todas las futuras vanguardias artísticas europeas: «Au fond de l'Inconnu pour trouver du nouveau»
El adjetivo final que el poeta quiso escribir en cursiva, se convierte en la palabra de orden que destruye las certidumbres estilísticas y se extiende sobre todo en el penúltimo decenio del siglo, cuando el eclecticismo se transforma en un liberalismo artístico que pone definitivamente en crisis sus bases ideológicas.
En este período se registran numerosas declaraciones de arquitectos que deploran la confusión del lenguaje y esperan, de un momento a otro, el nacimiento de un nuevo lenguaje original.
Camilo Boito (1834-1914) escribe lo siguiente:
“La situación de la arquitectura, hoy día, está en mucha mayor contradicción con los criterios de la filosofía de la historia y es mucho más mezquina que en las postrimerías del siglo pasado y en los primeros treinta años del nuestro; entonces, por lo menos, había un arte relacionado con ciertas necesidades intelectuales de su tiempo: la belleza tenía un ideal, un fin, una base y, aunque se la buscase muchas veces en vano y sólo se encontrase una uniformidad monótona, frecuentemente molesta, en cualquier caso era seria y no indigna de un pueblo. Ahora la arquitectura, salvo raras excepciones, no es más que un pasatiempo de la fantasía, una ingeniosa combinación de formas, una divagación de lápices, compases, reglas y escuadras. Pese a todo, el organismo arquitectónico sigue existiendo e, incluso, en estos últimos años ha mejorado; sin embargo, el simbolismo divaga y presenta síntomas de locura, con algunos intervalos de lucidez. De la tiranía aritméticamente clásica no podía derivarse más que el actual desbarajuste. ¿Quién sabe? Quizá de la anarquía presente nazca el verdadero arte, arte que es la libertad de la fantasía regulada por la razón.²⁷
En Inglaterra, George Gilbert Scott (1811-1878) observa:
“Nada más sorprendente en la actualidad que la ausencia de un verdadero poder creador en la arquitectura. No me refiero a los artistas en particular. Hay muchos hombres que, en condiciones más favorables, hubieran producido grandes e incluso originales obras. Siempre es notable lo hecho por cada hombre de genio en las actuales circunstancias, pero no hemos creado un estilo nacional, ni parece probable que, por ahora, suceda algo semejante. Hemos roto con la tradición que mantenía la continuidad en la historia del arte hacía de cada estilo un desarrollo natural del anterior. Por todas partes topamos con reproducciones de los antiguos estilos, intentos de hacer revivir las tradiciones perdidas; pero ni rastro de cualquier poder creador de las nuevas formas de belleza propias de las nuevas necesidades. Ciertamente, se hace difícil ver cómo, una vez rota y agotada la tradición, pueda iniciarse una nueva genuina arquitectura. Debemos tener en cuenta esta circunstancia entre las desconocidas posibilidades del futuro.”²⁸
Estos autores no sugieren nada concreto para salir del actual estado de confusión y encontrar un estilo nuevo, pero atestiguan que el problema está en el aire, preparando el terreno para acoger las ya próximas iniciativas de Horta, de Van de Velde, de Wagner que se enfrentan así a una exigencia común.