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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs. 565-600”El compromiso político y el conflicto con los regímenes autoritarios” 


2.-Alemania y Austria.


La crisis económica hace que este debate se desarrolle en un tiempo brevísimo; la dictadura nazi que viene después se encarga de cortarlo definitivamente y, al mismo tiempo actúa como piedra de toque, mostrando abiertamente qué soluciones se hallan oculta tras la polémica estilística.


En 1932 cuando los nazis llegan al poder en Dessau, la Bauhaus se ve obligada a emigrar a Berlín y, al año siguiente cuando Hitler es nombrado canciller. Mies van der Rohe debe de cerrar definitivamente la gloriosa escuela, mientras los edificios de Dessau sirven de escuela para dirigentes políticos.


De los antiguos profesores Albers emigra inmediatamente a América; Klee y Schlemmer, salidos de la Bauhaus en 1929 para continuar enseñandoen Düsseldorf y Berlín, se ven obligados a retirarse en 1933; Gropiius y Breuer se establecen en Inglaterra, en 1934, y Moholy-nagy los sigue en 1935, tras haber intentado ejercer la tipografía y la escenografía en Berlín; más tarde se instala en América Feininger, en 1935, Gropius, Breuer y Moholy-Nagy, en 1937, Bayer en 1938.


Mendelsohn se ve obligado a abandonar Alemania en 1933, Hilbersiemer, B. Taut y May emigran a Rusia como expertos en planificación; entre los más viejos, Schumacher y Poelzig permanecen prácticamente inactivos, mientras Behrens se establece definitivamente en Austria.


Mies van der Rohe resiste más tiempo en la patria, esperando salvar lo insalvable. En 1933 aún se le invita, entre otros treinta arquitectos, al concurso para el Banco del Estado en Berlín y se encuentra entre los seis premiados, pero no consigue construir nada y se dedica a los proyectos teóricos de sus casas con patio, hasta que emigra a América en 1938.


Sólo algunos proyectistas de la generación más joven, como Scharoun y los Luckhardt, poseen capacidad para escaparse del conflicto ideológico, debido al carácter más personal y evasivo de su compromiso, y conservan alguna oportunidad de trabajo; véase la casa Schminke en Lobau, 1933, la casa Baensch en Spandau, 1935, la casa Moll en Grünewald, en 1937, construida por Scharoun.


La situación profesional de los arquitectos modernos depende, sobre todo en Alemania, de los encargos públicos y de las iniciativas de la construcción subvencionada. Esto, entre 1925 y 1933, constituye el punto fuerte del movimiento moderno permitiendo a Gropius y a May establecer aquella fructífera relación con la realidad económica del país; pero ahora es la causa de su parálisis, porque pone a la arquitectura en dependencia directa con el poder político. En comparación resisten mejor los moderados como Bonats, Böhm y Fahrenkampf, que pueden contar con una basta clientela privada y continúan, durante cierto tiempo construyendo obras dignas.


En tal la situación los más desorientados son jóvenes que empiezan ahora su profesión. J. Posener describe muy bien, en 1936, su situación ya que comparte muchos de sus pensamientos. Esta generación “nutrida de Nietzsche y Stephan George” es inquieta y sentimental. La batalla de Gropius, de Mies y de May contra los tradicionalistas pierde, para ellos todo poder de atracción al desaparecer el carácter aventurero y pionero propio de una revuelta de jóvenes contra ancianos, es decir, cuando rebasa los límites de un movimiento de vanguardia. Los protagonistas de esta batalla, que tienen ahora más de cuarenta años y se han afirmado con numerosos trabajos, aparecen a su vez como una categoría de ancianos, y los jóvenes los atacan en nombre de principios opuestos.


Para ellos, la pura razón es a priori sospechosa… Intentan encerrar en límites muy visibles, la profesión, que está a punto de perderse en lo abstracto, reanudar las relaciones que en el pasado la unían a la artesanía, empezar a apreciar las costumbres como un factor importante de los proyectos de vivienda, en vez de reformarlas según la imagen de una nueva manera de vivir. “Todo natural”, esta es su divisa,  opuesta a las novedades sensacionales de las creaciones modernas.


Encuentran sus maestros entre algunos profesores ancianos como W. Kreis, H. Tessenow y P.Schmitthenner que continúan inspirándose, con sutil elegancia, en los estilos históricos. Tessenow que defiende con obstinación romántica la artesanía en contra de la industria, la obra hecha a mano en contra de la máquina, aparece como representante de una nueva ideología que satisface sus inciertas aspiraciones. Hoffmann lo imita en Austria, inventando la furmula Befreits Handwerk.


Pero el nazismo tiene deseos muy concretos: quiere una arquitectura celebrativa, tradicionalista, estrechamente alemana. Los viejos poseen lo que hace falta: para los edificios residenciales, el neomedievalismo con los tejados en punta, las maderas moldeadas y las inscripciones en letra gótica; para los edificios públicos un neoclasicismo greco-alemán, con pilares dóricos acanalados, mármoles, gradas y por todas partes estatuas alegóricas, águilas y cruces gamadas.  Ancianos como W. Kreis, P. Schultze-Namburg y P.L. Troost (un ex decorador naval amigo personal del Führer y autor de la Casa Prada de Munich salen a primer plano, se instalan en los puestos de mando, en las administraciones públicas y en las asociaciones profesionales, imponiendo desde allí sus ideas.


 


Los jóvenes quedan desorientados y no quieren admitir que sus inspiraciones iniciales lleguen a tales consecuencias. Así, la gran mayoría que no se siente capaz de compartir las ideas oficiales,  permanece apartada de la actividad de la construcción del Estado y de las administraciones y se ejercita en modestos trabajos para clientes privados. Algunos – H. Volkart, G.Harbers, E. Kruger – se esfuerzan tenazmente por encontrar un tercer camino, tan lejos del rigor de los racionalistas, como del eclecticismo oficial, pero resulta cada vez más difícil conservar la doble distinción y los resultados son ambiguos; considérese las villas suburbanas de Volkart, donde las referencias estilísticas se reducen a un juego muy sutil de alusiones y de reticencias, o la casa del Cuco, de Kruger, de 1935 – construida sobre un altísimo pilar, en un bosque cerca de Stuttgart – donde el hallazgo excepcional sirve de pretexto al compromiso arquitectónico.


 


Posener concluye así su artículo:


Se aliaron con los más ancianos contra la generación de los cuarenta años, pero sus opiniones todavía mal maduradas, se han visto ahogadas por las doctrinas más triviales y, sin embargo más tangibles que las de sus profesores…


Parece que ahora poco a poco, intenten evadirse de esta orientación, y es posible que cobren conciencia de lo que los separa de sus aliados. Las obras de los mejores no parecen menos imitativas y menos amaneradas que las de sus jefes. Reconocemos aquí frescura, naturalidad, sencillez, detalles sólidos puros y agradables, mucha intimidad. Son las calidades que buscamos en vano en las obras de los modernos, pero no encontramos, por ejemplo en Austria y en los países escandinavos. Como resultado de un gran movimiento es, ciertamente, poco. Una grave pregunta ha sido formulada demasiado tímidamente por los jóvenes y ha recibido una contestación demasiado brutal. La pregunta queda planteada y es necesario esperar el provenir.


 


Posener se da cuenta de que el destino de la cultura arquitectónica alemana está unido a la evolución del régimen político; se da cuenta por ejemplo, de que la revalorización de la artesanía se ha convertido en una tesis constante de la propaganda nazi, tanto que cuando Hitler construyó su casa de campo, se podía leer en los periódicos que “no se empleó ninguna máquina”; pero ve que la sociedad y la propaganda nazi se basan en una aplicación sin prejuicios de la mecanización y de la organización en serie. El problema de la arquitectura permanece por lo tanto condicionado por el más general del experimento político en curso; “Entre la corporación medieval y el trust, entre la artesanía y la gran industria, entre el esfuerzo individual y  la terrible organización, el movimiento oscila y nadie puede todavía definir su verdadero carácter”.


 


Desgraciadamente, la respuesta sobre el verdadero carácter del nazismo aparece años más tarde y barre completamente el tímido optimismo de Posener; la exasperación del régimen reduce y anula en breve plazo en poco margen de autonomía en el que se mueven los jóvenes citados anteriormente. Entonces, un pequeño grupo, encabezado por un jovencísimo alumno de Tessenow, Albert Speer (1905-1981) se lanza a la lucha política, decidido a conquistar el control de la arquitectura oficial.


 


Speer se convierte en director de las organizaciones del partido nazi Kraft durch Freude y Schönheit der Arbeit y, en 1937, será nombrado director general de edificación en la capital alemana; construye el campo de reunión Zeppelin en Nüremberg, la Cancillería de Berlín, el pabellón alemán de la Exposición de 1937 en Paris. Para él, la arquitectura es sobre todo un instrumento del poder y, de hecho, durante la guerra, adquiere una posición política importante, como se ha demostrado en el proceso de Nuremberg, donde Speer fue juzgado al lado de los leaders nazis.


 


Si, por lo que se refiere a Kreis y a los otros ancianos, se puede hablar de convicciones culturales, puesto que las circunstancias les han ofrecido, en edad avanzada, la ocasión de ejercer ampliamente una arquitectura en la que siempre había creído, por lo que respecta a Speer y los suyos sólo se puede hablar de oportunismo o de fanatismo; es una extrema demostración por reducción al absurdo, de la unión, que de ahora en adelante no se puede eludir más, entre las opciones arquitectónicas y morales.


 


Así concluye con un nefasto epílogo, el acontecer de la arquitectura alemana entre las dos guerras mundiales; después de haber dado una aportación determinante a la cultura arquitectónica moderna. Alemania queda temporalmente aislada, privada de sus mejores hombres y se convierte en el teatro del más grotesco experimento de reexhumación estilística.


 


En la producción conforme a las directrices nazis, encontramos con disgusto los nombres de E. Fahrenkampf (Hermann Goering-Meisterschule en Kronengurg, en 1939) y de J.Hoffmann (casa para los oficiales alemanes en Viena de 1940); se descubre que los acentos tradicionales del primero y las alusiones clasicistas del segundo concuerdan perfectamente con las águilas y las cruces gamadas, mientras que en las obras de Speer y de Troost se vuelven a ver, horriblemente contrahechos, muchos motivos de la escuela vienesa, de Behrens e incluso de las obras juveniles de Gropius. La lección histórica es elocuente: las formas no tienen ningún poder catártico y toda tradición artística puede ser vaciada desde dentro cuando la moralidad política cambia.

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