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GREENOUGH, Horatio

  • Escultor
  •  
  • 1805 - Boston, Massachusetts. Estados Unidos
  • 1852 - Somerville, Massachusetts. Estados Unidos


BENEVOLO, L.,  Historia de la arquitectura contemporánea. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs.217-241.”La tradición norteamericana”  


p.233 La actitud pragmática de la cultura americana impide que de estos progresos surja un adecuado debate de ideas. El primer autor americano que considera los problemas de la arquitectura con espíritu crítico y es consciente de las dificultades metodológicas ocultas tras utilización de los estilos históricos y tras las invenciones técnicas, es probablemente, Horacio Greenough (1805-1852).


Licenciado en Harvard en 1824, pasa algunos años en Italia, donde perfecciona su habilidad como escultor en contacto con los modelos antiguos, participa con otros intelectuales americanos en el movimiento mazziniano y vuelve definitivamente a su patria en 1851, tras la derrota de la revolución italiana. Acepta la disciplina formal del clasicismo, pero como Labrouste y otros europeos contemporáneos, desea ir más allá de lo puramente formal e investiga las motivaciones intelectuales de los proyectos incorporando en el ámbito de un clasicicismo racionalizado las aportaciones de la industria y de la técnica moderna. Así escribe: “Por belleza entiendo la promesa de la función; por acción, la presencia de la función, por carácter, la memoria dela función” y sistematiza de la siguiente forma, en una carta a Emerson, su pensamiento sobre arquitectura


Esta es mi teoría sobre la estructura, una disposición científica de espacios y formas, adecuada a la función y al lugar; una acentuación de los elementos proporcionada a su gradual importancia respecto a la función; color y ornamentación a elegir, disponer y variar según leyes estrictamente orgánicas, dando una justificación precisa a cada decisión; rechazo total e inmediato de cualquier ficción”.


A partir de  de Greennough, el curso de la arquitectura americana y las relaciones con Europa empiezan a modificarse; al mismo tiempo que surge; una organización local de la cultura (revistas, escuelas, asociaciones etc.), nace la idea de la necesidad de una justificación ideológica, autónoma y nacional de la arquitectura americana; ya no se mira a la arquitectura europea con la tranquila confianza de Jefferson, sino con un ansioso deseo de emulación. Entre tanto, el rápido crecimiento de la industria revoluciona las relaciones económicas, y la sociedad americana topa de improvisto con dificultades organizativas no menores que las de Europa.


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 CURTIS William. J. La arquitectura moderna desde 1900. Edit. Phaidon. Hong Kong, 2006. 


Págs.33-51 .“La industrialización y la ciudad. El rascacielos como tipo y símbolo”



La incierta identidad del rascacielos aludía al problema mismo de la arquitectura moderna, y a la herencia de los dilemas norteamericanos con respecto a los valores relativos de las formas ‘culturales’, ‘vernáculas’ e ‘industriales’. Después de todo, el país era una creación colonial: había importado los estilos europeos desde el comienzo, adaptándolos gradualmente para enfrentarse a las condiciones locales. A principios del siglo XIX, el clasicismo recibió el sello de aprobación para la nueva república por parte de Thomas Jefferson, y más tarde retornó con distintas apariencias. En las décadas siguientes, los Estados Unidos sufrieron algunas de las mismas crisis que Europa, en las que los historicismos griego, romano, gótico y otros adoptaron un acento ligeramente diferente. Fue en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil cuando unos nuevos aires de integración e identidad nacional influyeron en las artes, resaltando la ‘falsedad’ de las imitaciones importadas. Los escritos de Horatio Greenough-que destacaban el oficio, la elegancia y la economía de los barcos- dieron expresión a un funcionalismo autóctono. Estos antídotos contra el historicismo caprichoso y el materialismo vulgar iban acompañados de otros signos de independencia cultural: en esas democráticas ‘tierras vírgenes’ de los parques urbanos de Frederick Law Olmsted-que invadían la retícula de la ciudad capitalista para hacerla más humana- y en la arquitectura de Henry Hobson Richardsonse usaban modelos de la ‘naturaleza’ para civilizar la máquina.


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COLQUOUN, A., La arquitectura moderna una historia desapasionada. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 2002.


Págs. 35-55. “Organicismo frente a clasicismo: Chicago, 1890-1910”


Fue Louis H. Sullivan quien consiguió sintetizar estos dos tipos antitéticos. Si puede decirse que el tipo «palacio, representado por el edificio Auditorium, tenia algún punto débil, era que no reflejaba el programa, pues en realidad todos y cada uno de los pisos tenían la misma función. El tipo representado por el edificio Tacoma adolecía del defecto contrario: la similitud de las funciones si se apreciaba, pero el edificio, al ser una mera sucesión de pisos, carecía de expresión monumental. En el edificio Wan wright (1890-1892), en St. Louis, Sullivan disimuló los pisos tras un orden gigante que se elevaba entre un basamento y un ático marcadamente enfatizados. Al mismo tiempo, se desentendió de la separación entre soportes de la estructura «real», reduciendo el espacio de las pilastras a la anchura de una sola ventana; al hacerlo así, creo un haz de líneas verticales que podían interpretarse simultáneamente como columnas y parteluces, como estructura y ornamento, y uno de cuyos efectos en que los intercolumnios ya no suscitaban ninguna expectativa relacionada con las proporciones clásicas. Este sistema era independiente del numero exacto de pisos, aunque es cierto que visualmente no habría funcionado bien en un edificio de unas proporciones radicalmente distintas a las del Wan wright.


En un articulo titulado El edificio de oficinas en altura desde el punto de vista artístico (1896). Sullivan afirmaba que la organización de los edificios de tipo Wainwright en tres capas claramente marcadas, con sus funciones correspondientes, tras la aplicación de unos principios orgánicos, Con objeto de juzgar la validez de esta afirmación, ser necesario analizar brevemente la teoría arquitectónica de L. H. Sullivan, plasmada en sus dos libros: Charlas con un arquitecto y Autobiografía de una idea. Más que ningún otro arquitecto de Chicago, Sullivan se había visto influido por la escuela filosófica de Nueva Inglaterra y su teoría del trascendentalismo. Esta filosofía cuyo principal portavoz había sido Ralph Waldo Emerson, derivaba fundamentalmente del idealismo alemán, en el que Sullivan había sido iniciado por su amigo anarquista John H. Edelman. La idea orgánica se remonta al movimiento romántico, en torno a 1800, y en particular a escritores como Schelling y los hermanos Schlegel, que creen que la forma externa de la obra de arte, al igual que la de las plantas y los animales, debería ser fruto de una fuerza o esencia interior, en lugar de venir impuesta mecánicamente desde el exterior, que es como pensaban que ocurría en el clasicismo.


Aquellos teóricos de la arquitectura que, por distintas razones, eran herederos de esta idea y del consiguiente concepto de la expresión tectónica (como Karl Friedrich Schinkel, Horatio Greenough, y Eugene Emmanuel Viollet-le-Duc) habían reconocido que, cuando se aplicaba a los artefactos hechos por el hombre, ese concepto de una estética natural tenía que ampliarse para incluir valores normativos de procedencia social. Sullivan se desentendió de este factor cultural y baso su argumentación exclusivamente en la analogía entre la arquitectura y la naturaleza; pero en la practica aceptaba tácitamente las normas habituales. La fachada del Wainwright derivaba de esa tradición que con tanta vehemencia condenaba: la estética clásica-barroca consagrada en las enseñan- zas beaux arts. Al corregir la interpretación errónea que de esta tradición hacían los arquitectos de Chicago, Sullivan en realidad estaba volviendo al principio clásico que había descartado: la necesidad de que la fachada tuviese una jerarquía tripartita en correspondencia con la distribución funcional de interior.


El edificio Wainwright puede describirse sin duda como una solución al problema de la fachada de oficinas de Chicago. Pero su propia brillantez trajo consigo ciertos problemas. Las soluciones impuras de la Escuela de Chicago, incluido el propio edificio Auditorium de Sullivan, tenían el merito de presentar hacia la calle una textura de complejidades y contrapuntos susceptible de ser interpretada como parte de un tejido urbano continuo. El edificio Wainwright, con su énfasis vertical y sus pilastras de esquina rotundamente marcadas, se aislaba de su con texto y se convertir en una entidad autosuficiente, resaltando así la individualidad de los negocios que albergaba y que también representaba En este aspecto, el edificio anunciaba ya los avances posteriores en el diseño de los rascacielos. Sin embargo, Sullivan dejo claro que era consciente del peligro que suponía esta clase de solución para la unidad urbana; y lo hizo en 1891, en la revista The Graphic, cuando dibujo una hipotética calle de abigarrados rascacielos unidos por una línea de cornisa común.


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FUSCO Renato de ., Historia de la arquitectura Contemporánea. Ed. Celeste. Madrid,1992. 


Pág. 355-358...“La arquitectura orgánica“.


 La contribución de Wright. Ya hemos afirmado que la arquitectura orgánica, considerada casi siempre en relación con el parámetro del racionalismo, se ha manifestado antes, durante y después de éste. Ello se debe en parte a la aportación cualitativa y cuantitativa (debida también a su longevidad) de F.LI. Wright (1867-1959), que estudiaremos aquí en relación con el racionalismo en el sentido mas amplio del término, es decir, desde la corriente geométrica del Art Nouveau a la produción denominada como funcionalista todavía en vigor. Podremos estudiar así no solo la aportación del maestro americano a la arquitectura orgánica propiamente dicha, sino también a lo que representó para todo el Movimiento Moderno, sin dejar de establecer una relación con la producción y la cultura arquitectónica europea para entender mejor la historicidad de la obra de Wright.


 El que la cultura americana haya estado tradicionalmente imbuida de un espíritu orgánico lo atestiguan escritores como Emerson, Thoreau, Melville o Whitman, artistas como Horatio Greenough, arquitectos como Sullivan, que consideraba el libro de Whitman ‘Leaves of Grass como "el mejor camino para entender cómo podía desarrollarse orgánicamente el arte a partir de la fuerza de la vida americana".


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FUSCO Renato de .,  Historia de la arquitectura Contemporánea. Ed. Celeste. Madrid,1992.


Págs.263-350.“El racionalismo "


pág. 263. La vanguardia y la arquitectura racional . Los orígenes teóricos del racionalismo en arquitectura pueden encontrarse en los tratados más antiguos y en todos aquellos momentos, especialmente en el siglo XVIII, en que la literatura arquitectónica intenta una descripción de los elementos una clasificación, un método operativo transmisible mediante un conjunto limitado de preceptos verificables; de ahí la asociación propuesta, no sin razón, por diversos autores entre el racionalismo moderno y la cultura del clasicismo. Por otra parte, la triada vitruviana firmitas, utilitas, venustas, la afirmación de Lodoli según la cual «nada debe llevarse a la representación que no esté ya presente en la función», y la fórmula del naturalista Lamarck según la cual “la forma sigue a la función” llevada a la arquitectura por Horacio Greenough, constituyen ejemplos, entre otros muchos, de una tratadística con intenciones racionalistas.


Pero estas causas no son suficientes para el racionalismo moderno. Éste nace a partir de la confianza tardo-iluminista en la solución mediante la razón de todos los problemas que plantea la realidad contingente; de la vanguardia figurativa y, sobre todo, de la necesidad de afrontar las continuas exigencias socioeconómicas de la civilización industrial de masas contemporánea.


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KOSTOF, Spiro., Historia de la arquitectura. Alianza Editorial. Madrid 1988. Tomo 3


págs.1107-1165.“Ambientes Victorianos” 


pág.1128. La América victoriana.


El arquitecto profesional comenzó a tomar posición contra este carpintero vernáculo populista. El primer esfuerzo serio de una defensa organizada se dio en 1857, cuando se fundó en Nueva York el Instituto Americano de Arquitectos (AIA, Ameri-can Institute of Architects). El espíritu impulsor fue Richard Morris Hunt (1827-1895), el primer arquitecto americano en estudiar en la École des Beaux-Arts. Hunt dirigía su oficina como el taller de un profesor de la École. Él y otros fundadores de la AIA oponían los procedimientos cultos y disciplinados del arquitecto a la creatividad libre de los constructores cuya filosofía del «hágalo-usted-mismo» consideraban una amenaza para su estatus. El nuevo eclecticismo defendido por la École también enarbolaba la imaginación creativa, pero con ella se implicaba una libertad erudita. Uno debía tener una amplia educación, aprender los estrictos principios del diseño, y aprobar un rígido currículum académico y una cualificación profesional. En América, cualquiera que así lo decidiese podía llamarse a sí mismo arquitecto y funcionar como tal.  El sistema de la arquitectura francesa, centralizado y financiado por el gobierno, podía estar fuera de lugar en Estados Unidos, pero la formación, la acreditación y sobre todo la profesionalidad, podían suponer alguna formalidad. La primera escuela de arquitectura tuvo su comienzo en el Instituto de Tecnología de Massachusetts en 1865 según el modelo de la École, pero convenientemente adaptado. Pronto le siguieron otras. En 1868 comenzó a publicarse la primera revista de arquitectura en Filadelfia.


Este joven establecimiento del Este tenía que batallar en dos frentes. La concepción utilitaria del constructor y el mensaje populista que con ello se asociaba, debían presentarse como algo ingenuo. El argumento era que aquellos eran meros mecánicos incapaces de enfrentarse con todo lo que no fuese la casa independiente más simple. Ante las composiciones de gran escala, ante una arquitectura pública que pueda sostenerse a si misma contra la europea, estos hombres rústicos eran ineptos sin remedio.


En esta línea, el lobby arquitectónico estaba obligado a luchar con un oponente mucho más importante: el ingeniero. Como experto independiente, la estrella del ingeniero había estado en ascenso durante algún tiempo. Los programas técnicos de ingeniería se acomodaron muy pronto en las universidades americanas, y allí era donde antes de la aparición de las escuelas de arquitectura, se enseñaba la arquitectura, o al menos su faceta constructiva. La primera sociedad de ingeniería se formó en 1852, antes que la AIA. En Washington, se estableció un Departamento de Construcción bajo el Ministerio de Hacienda al mismo tiempo que la oficina del Arquitecto Supervisor, y se designó a un ingeniero para dirigirla. De hecho, el cisma entre la «ciencia» de construir y el arte de diseñar, entre técnica e ideología, se estaba haciendo cada vez más profundo. En el lado de los ingenieros participaron en el debate artistas como Horatio Greenough y hombres de letras como Ralph Waldo Emerson. Ellos predicaban un mundo nuevo y mejor de formas que podían celebrar honestamente su función, liberadas de la tiranía del historicismo. Los modelos para la arquitectura debían ser los barcos y las locomotoras, los puentes de metal y las provechosas fábricas del presente industrial. Greenough proclamaba el «entero e inmediato destierro de la ficción».


 




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