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retrato de autor

MASACCIO, Tommaso di ser Giovannni di Mone Cassai

  • Pintor
  •  
  • 1401 - San Giovanni Valdarno, Arezzo. Italia
  • 1428 - Roma. Italia

GIEDION S., Espacio, tiempo y arquitectura. Edit. Edit. Reverté. Barcelona, 2009.


Págs. 65-183. “Nuestra herencia arquitectónica”


La nueva concepción del espacio: la perspectiva y el urbanismo


La perspectiva no fue el descubrimiento de una sola persona; fue la expresión de toda una época. Encontraremos una situación similar más tarde, cuando lleguemos a estudiar el Cubismo; también en este caso encontraremos todo un movimiento que surge en respuesta a la nueva concepción del espacio desarrollada en nuestros tiempos, y no un único inventor. En ambos casos, lo importante es la mezcla del arte con la ciencia, pero estas dos cosas actuaron conjuntamente de un modo mucho más estrecho en el desarrollo de la perspectiva. En realidad, rara vez vemos una unidad de pensamiento y sensibilidad –de arte y ciencia– tan completa como la que puede encontrarse a principios del siglo XV. No sólo existía esa importante identidad de métodos en esas dos esferas, sino también una unión completa del artista y el científico en una misma persona.


Filippo Brunelleschi (1377-1446), uno de los grandes iniciadores de la perspectiva, fue justamente una de esas personas; empezó su carrera como orfebre y como estudiante de lenguas antiguas, y llegó a convertirse al mismo tiempo en un gran arquitecto, escultor, ingeniero y matemático. No tenemos derecho a decir que esa enorme versatilidad sólo era posible en épocas anteriores; en cierto sentido, es posible en cualquier época cuando los especialistas no dominan de manera independiente, sino que quedan incluidos dentro de una concepción unificada de la vida. De hecho, uno de los secretos del alto grado de perfección del trabajo renacentista es que no estaba dividido entre especialistas limitados. Por eso, cuando Brunelleschi emprendió la tarea de construir la cúpula de la catedral de Santa Maria del Fiore en Florencia, pudo acometerla simultáneamente como un atrevido arquitecto y como un audaz constructor; proyectó una cúpula que tenía dos capas, como las primeras construcciones orientales. La bóveda se levantó sin andamios, construida libremente en el aire a una altura de más de 30 metros. En su audacia como obra de ingeniería, esta cúpula es comparable a los puentes del ingeniero francés Gustave Eiffel, que se construían directamente en el espacio.


Al comparar nuestro propio periodo histórico con éste, ¿nos damos cuenta de lo que significa encontrar un solo hombre que aúne la capacidad necesaria para ejecutar tanto las obras de ingeniería más audaces como la mejor escultura? Pues esa unión de dotes puede apreciarse en casi todos los grandes artistas del Renacimiento. Leonardo da Vinci representa la regla, no la excepción. Y esta tradición de que el científico y el artista creativo se combinen en la misma persona persistió a lo largo de los siglos XVII y XVIII.


En el Renacimiento, el mayor paso adelante se dio durante los diez años que van desde 1420 a 1430.


Masaccio, pintor, fue el más joven de los grandes maestros renacentistas, y el más adelantado. Nacido con el nuevo siglo, en 1401, era la verdadera encarnación del espíritu renacentista. Sin duda la historia de la pintura en este periodo habría sido distinta de no haber muerto prematuramente a los 27 años. Brunelleschi, arquitecto, era casi veinticinco años mayor que Masaccio y en gran medida compartía el espíritu gótico del siglo XIV. Donatello, escultor, era quince años mayor que Masaccio; también él tuvo que romper con el modo de sentir del Gótico, y consiguió hacerlo gracias a su asombroso genio naturalista. El hecho de que, entre los tres, el pintor fuese el primero en hacer realidad la nueva visión de su tiempo no es en absoluto un caso único. Más adelante veremos que la pintura moderna se anticipó a la arquitectura moderna de un modo muy parecido.


El fresco de La Trinidad, de Masaccio, en la iglesia florentina de Santa Maria Novella, se ejecutó cuando el artista tenía unos 25 años. Pintado durante los años veinte del quattrocento, fue redescubierto a finales del siglo XIX y actualmente se encuentra gravemente dañado. El fresco de La Trinidad ha sido famoso desde siempre por sus retratos naturalistas de los fundadores de la iglesia que lo contiene; es el primer ejemplo de una interminable serie de pinturas de este tipo; pero para nosotros lo que tiene mucha mayor importancia es que toda la composición está enmarcada por una majestuosa bóveda de cañón. El punto de vista desde el que está calculada su perspectiva es muy bajo, de modo que la bóveda pueda verse en toda su grandiosidad. Pintado antes de que se hubiese completado ningún interior renacentista, este fresco representa lo que parece ser la primera expresión satisfactoria, en términos arquitectónicos, de esa sensibilidad renacentista que subyace en el desarrollo de la perspectiva; revela un uso sorprendente de los elementos recién descubiertos, en combinación con un entorno tectónico absolutamente controlado. Lo imponente de su aspecto era innegable; incluso Giorgio Vasari –familiarizado con los atrevidos tratamientos perspectivos del espacio– admiraba el modo en que esta bóveda pintada perforaba la superficie lisa de la pared.


Es posible que a Masaccio le enseñase la perspectiva Brunelleschi; incluso se ha llegado a decir que el propio Brunelleschi podría haber ejecutado la arquitectura en perspectiva del fresco de La Trinidad. En el quattrocento era muy habitual que pintores y escultores empleasen a especialistas cualificados para esta parte de su trabajo. Pero la bóveda de cañón de Masaccio no es una parte secundaria de la totalidad de la composición; no es un simple fondo. Al contrario: domina toda la pintura. En el momento en que se pintó, Brunelleschi estaba ocupado en la construcción del pórtico de los Innocenti y en la sacristía de la iglesia de San Lorenzo. Brunelleschi nunca empleó la bóveda de este modo, ni siquiera en sus últimas obras; siempre conservó cierto apego a las prácticas medievales. Con su pesada bóveda de casetones, este fresco de La Trinidad tiene la grandeza de un arco triunfal. En él no está presente esa expresión jovial tan querida para el gusto de principios del Renacimiento y presente en todas las obras de Brunelleschi. En su lugar aparece la gravedad romana de una época posterior.


La bóveda de cañón hacia dentro que pintó Masaccio iba a revelarse como la gran solución al problema del abovedamiento que afrontaron los arquitectos del Renacimiento y del Barroco; esta solución no aparece en una forma concreta antes de la iglesia de Sant’Andrea en Mantua de 1472, casi 45 años después de la muerte de Masaccio. Con su austero abovedamiento, esta iglesia es la materialización arquitectónica del ideal prefigurado en la pintura de Masaccio. Resulta asimismo significativo que Sant’Andrea fuese proyectada por un miembro de la generación de Masaccio, por otro hombre nacido justo cuando empezaba el quattrocento: el humanista y arquitecto florentino Leon Battista Alberti (1404-1472). Incluso en el exterior, el deseo de usar la bóveda de cañón en escorzo condujo a su empleo en los puntos más inesperados.


El coro ‘ilusorio’ de Donato Bramante en Milán –una obra de pequeño tamaño pero de gran influencia– es uno de los pasos que conducen desde el fresco de Masaccio hasta San Pedro de Roma. Una línea evolutiva continua conecta el fresco de La Trinidad, el coro de Bramante y la inmensa nave barroca de San Pedro, que es su punto culminante.


El coro ilusorio de Bramante, en la iglesia de Santa Maria presso San Satiro (1479-1514), es en realidad un pequeño nicho; está medio construido y medio pintado, con el fin de producir el mayor efecto de profundidad posible con el espacio que el artista tenía a su disposición. Para nosotros tiene importancia como uno de los pasos que conducen desde el fresco de Masaccio hasta San Pedro.


Carlo Maderno realizó la nave central de San Pedro, junto con sus capillas laterales y la fachada, durante los diez años transcurridos entre 1607 y 1617. Cumpliendo las órdenes de un nuevo papa, alteró el proyecto de Miguel Ángel en cuanto a la planta, sustituyendo la cruz griega por otra latina. Se dice que este cambio se hizo con objeto de proporcionar más espacio para la congregación y con el fin de ocupar todo el emplazamiento de la basílica paleocristiana y también algún espacio adicional.


No obstante, la escala de esta empresa ya había quedado establecida por Miguel Ángel en la altura de los pilares de la cúpula central que había construido. Miguel Ángel había imaginado la concentración en un solo lugar de todas las energías artísticas representadas en la catedral: todas ellas confluían en su cúpula en una gran explosión. La generación posterior, con Maderno y su papa, ampliaron esta concepción longitudinalmente, de acuerdo con los deseos barrocos de una extensión larga e ininterrumpida. La impresión que recibe el espectador al entrar en San Pedro deriva de las dimensiones sobrehumanas de esta nueva nave.


Su altura supera los 50 metros, el equivalente a los primeros rascacielos. Su anchura es relativamente pequeña, pero Maderno supo cómo evitar que el observador tuviese conciencia de ello. El arte plenamente desarrollado del periodo barroco y su control del espacio aparece en el modo en que se logra esto: de manera casi imperceptible, las capillas laterales expanden las dimensiones reales de la nave central y le confieren un nuevo poder.


El fresco de La Trinidad de Masaccio señala el descubrimiento de la majestad y la fuerza que pueden expresarse mediante elementos sencillos y grandiosos. La nave central de Maderno en San Pedro difiere de la bóveda pintada de Masaccio tanto en sus dimensiones como en su complejidad. Pero estas diferencias resaltan las posibilidades que estaban latentes en la visión que se le había ocurrido al maestro del siglo XV.


La generación inmediatamente posterior a Maderno llevó este despliegue a otros resultados, más especiales. Pero antes de abordarlos, volveremos a algunas de las obras arquitectónicas ya realizadas, en las que el espíritu del primer Renacimiento se puso de manifiesto por primera vez.


El primer edificio en el que aparece el espíritu del Renacimiento es la logia situada en el frente del Ospedale degli Innocenti, en Florencia. Este Ospedale degli Innocenti, el hospicio, fue construido por encargo del gremio de los tejedores de la seda, del que Brunelleschi, como orfebre, también era miembro. Entre 1419 y 1424, el arquitecto construyó los nueve arcos situados en el centro del edificio.


Puesto que el primer edificio del Renacimiento estaba destinado a un servicio práctico comunitario, no tenía que ajustarse en su apariencia a los principios decorosos e imponentes que regían para las construcciones del estado, unos edificios en los que con frecuencia se reflejaba el gusto del periodo anterior. Por esta razón los palacios florentinos conservaron su semejanza con las fortalezas cerradas góticas hasta mediados del siglo XV. En este hospicio, Brunelleschi tuvo la oportunidad de abrir ese bloque cerrado, a modo de fortaleza, que era el edificio. Y lo hizo por medio de un porche con arcos de medio punto, agradable por su grácil ligereza.


El muro superior de los Innocenti no está almohadillado, sino que se mantiene como una superficie lisa, con escasas ventanas. En el exterior queda patente una preferencia renacentista: el entablamento que divide horizontalmente en dos toda la superficie de la fachada.


Pero lo que principalmente distingue este hospicio es el pórtico, y su rasgo más interesante es el modo en que se trata la bóveda. Han desaparecido los nervios diagonales cruzados del Gótico; los sustituye una ligera bóveda vaída, que asemeja una vela henchida por el viento. Unos arcos transversales se usan para marcar claramente los límites entre cada bóveda y la contigua, satisfaciendo así la exigencia renacentista de la total independencia de cada elemento de un proyecto.


No hay ninguna conexión directa entre la arquitectura clásica y el hospicio de Brunelleschi. Con frecuencia se ha observado que los rasgos principales del estilo arquitectónico de Brunelleschi están estrechamente relacionados con edificios que veía cada día en Florencia: el Baptisterio, la iglesia de San Miniato y la Abadía de Fiesole. Todos ellos están dentro de la tradición de la arquitectura medieval que va desde el siglo VIII al XII. La bóveda vaída o hemisférica que Brunelleschi usó con tanta seguridad en sus iglesias y en los Innocenti –y que fue siempre su motivo preferido para el abovedamiento– era igualmente poco usual en la Antigüedad. Sin embargo, era muy común en la arquitectura bizantina, especialmente en las logias y en los vestíbulos de entrada a las construcciones eclesiásticas. En tiempos de Brunelleschi existía una conexión relativamente estrecha entre Florencia y Bizancio. Investigaciones recientes también han dejado claro que algunas otras soluciones renacentistas al problema del abovedamiento están más en deuda con la Edad Media y Bizancio que con la Antigüedad clásica.


La capilla Pazzi de Brunelleschi, es la primera construcción renacentista en la que tanto el interior como el exterior son de un tamaño y un carácter monumentales; se comenzó en 1430, unos diez años después de los Innocenti, y cuando Masaccio ya había muerto. La capilla propiamente dicha se terminó en 1442; su decoración no se completó hasta 1469. Brunelleschi reemplazó las bóvedas esféricas usadas en el hospicio con bóvedas de cañón dispuestas transversalmente, y no hacia dentro como están en el fresco de La Trinidad de Masaccio. (Las bóvedas de cañón transversales pueden encontrarse en las arquitecturas bizantina y siria.) Estas bóvedas, junto con la cúpula situada sobre su punto de intersección en el centro, dan una impresión de superficie plana en lugar de esa perspectiva fugada hacia dentro que buscaban Masaccio y el Renacimiento posterior.


El interior de la capilla Pazzi constituye el punto de partida para todas las iglesias renacentistas de tipo centralizado; está compuesta mediante la adición de piezas espaciales cuya forma geométrica resulta fácil de comprender, todas ellas claramente marcadas por un armazón de piedra de un color que contrasta con las paredes; tiene toda la originalidad inimitable de una nueva creación, pero las dos pequeñas bóvedas de cañón, con sus cautelosas dimensiones, muestran que aún no se había alcanzado la confianza en la nueva visión. Cuando se compara con el fresco de La Trinidad de Masaccio, por ejemplo, la solución del problema del abovedamiento muestra –en todo lo relativo a las formas recién introducidas– una apreciable timidez. Es con casos como éste con los que nos percatamos de lo difícil que resulta para el espíritu humano meterse de lleno en una nueva concepción del espacio. El Brunelleschi que en este caso muestra indecisión es el mismo que –mientras trabajaba dentro la tradición gótica que le era familiar– se lanzó a las más atrevidas empresas. Una total confianza queda patente en su proyecto para la catedral de Santa María del Fiore en Florencia, con su inmensa cúpula con un sistema de nervaduras radiales.


Hay una característica del exterior de la capilla Pazzi que debemos mencionar aquí: la manera audaz de presentar el muro como una superficie plana. (La pequeña cubierta actual es un añadido posterior.) Este muro, con sus delicadas subdivisiones, no tiene nada que sostener. Es como una pantalla que oculta el final de la bóveda de cañón. La emancipación del muro que se aprecia en este caso es importante para el futuro en su conjunto. El muro tomado simplemente como superficie será pronto objeto de importantes innovaciones arquitectónicas.


 

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