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Milán. Arquitectura y desarrollo urbano

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GIEDION S., Espacio, tiempo y arquitectura. Edit. Edit. Reverté. Barcelona, 2009.


Págs. 65-183. “Nuestra herencia arquitectónica”


La nueva concepción del espacio: la perspectiva y el urbanismo.


En los albores del Renacimiento, las principales ciudades república de Italia (Venecia, Siena y, sobre todo, Florencia) ya habían dejado atrás su lucha por la democracia. Pero la exaltación del ego individual comenzó por entonces a desbancar al antiguo espíritu colectivo de la Edad Media y allanó el terreno para el absolutismo del siglo XVII. No era probable que una época tan imbuida de la suprema importancia de la personalidad fuese a ser conocida por la construcción de nuevas ciudades.


La ciudad en forma de estrella


No es fácil llegar a una conclusión definitiva con respecto a la naturaleza del urbanismo en la ciudad renacentista. Comparado con el inmenso impulso creativo manifestado en todos los demás campos, a primera vista el urbanismo parece carecer de ese vigoroso e imaginativo conocimiento del tema que resulta tan abrumadoramente evidente en la pintura y la escultura.


¿Cómo puede explicarse esto?


 A diferencia del espíritu colectivo del periodo gótico, el complejo organismo de una ciudad, con sus múltiples engranajes humanos y sociales, era ajeno al Renacimiento, a ese periodo en el que se inventó la perspectiva, una representación en la que toda la imagen se calcula desde un único punto focal, desde el punto de vista de un único observador estático.


El Renacimiento estaba hipnotizado por un solo tipo de ciudad, que, durante siglo y medio, de Filarete a Scamozzi, dejó su impronta en todos los proyectos utópicos: la ciudad en forma de estrella. A partir de un polígono simétrico de bastiones, unas calles radiales conducen al centro principal. Éste es el diagrama básico. La zona central se deja abierta –como en la ciudad, ésta sí realizada, de Palmanova (1593)– o bien contiene en medio una torre –un puesto central de observación– desde donde las calles radiales se ven en escorzo perspectivo.


Sin duda la conformación nítidamente facetada de estas estrellas de seis, ocho, nueve y doce puntas estaba decididamente influida por la introducción de la pólvora. En la Edad Media había bastado con un contorno ajustado de murallas de protección, con torres elevadas por encima de las almenas repartidas a intervalos apropiados. Ahora la muralla circundante se transforma en una serie de bastiones recortados con regularidad desde los cuales se puede hacer fuego sobre los flancos de los atacantes.


Las figuras poligonales y estrelladas de la città ideale son el resultado del sistema de fortificación del Renacimiento; pero ésta no es la influencia decisiva. En el trasfondo de la ciudad en forma de estrella se encuentra la teoría renacentista del edificio organizado en torno a un centro. Esta concepción obsesionó a Bramante durante toda su vida, y es sabido que la combinación de una construcción rematada en cúpula y con capillas radiales era el problema arquitectónico que suscitaba el interés de Leonardo da Vinci más que ningún otro. El edificio de planta central situado en medio de una ciudad en forma de estrella cumple el mismo papel que un observador simbólico colocado en el punto focal. El edificio centralizado se repite persistentemente en la pintura del periodo. Bastaría con mencionar una famosa obra temprana de Rafael en la Pinacoteca di Brera, en Milán –Los desposorios de la Virgen (1504)–, donde un templo poligonal se alza justo hasta el borde superior del marco y domina toda la composición, mientras que desde los cortos tramos de escaleras que rodean el templo unas amplias extensiones de pavimento de mármol negro irradian en perspectiva hacia lo lejos en todas direcciones. El dibujo de Vittore Carpaccio puede servir como otro de los muchos ejemplos posibles.


La città ideale renacentista en forma de estrella es en realidad la racionalización de un tipo medieval en el que el castillo, la catedral o la plaza principal que forman el núcleo de la población tienen a su alrededor entre uno y cuatro cinturones irregulares. La planta parecida a un árbol de la ciudad italiana de Bagnocavallo muestra la manera orgánica en que una situación similar se resolvía en la Edad Media. La diferencia está en que lo que la Edad Media llevó orgánicamente a la realidad de varias maneras distintas, el Renacimiento procedió a congelarlo desde el principio en un rígido trazado formal. La ciudad medieval se caracteriza por tener extensos cinturones de calles; la del Renacimiento, por calles que irradian directamente desde el centro.


 La ciudad en forma de estrella es una creación del quattrocento; fue formulada por primera vez poco después de mediados del siglo XVI por el florentino Filarete (Antonio di Pietro Averlino), a quien siguió unos veinte años después el arquitecto, escultor y pintor sienés Francesco di Giorgio Martini.


Aunque ese gran animador que fue Leon Battista Alberti había estudiado la posibilidad de construir una ‘ciudad ideal’ en el décimo libro de su obra De re edificatoria, escrita en torno a 1450, correspondió a Filarete la tarea de completar los detalles y elaborar un proyecto definitivo. Filarete escribió su Trattato d’architettura entre 1451 y 1464, cuando estaba al servicio de Francesco Sforza y mientras se ocupaba de construir el gran Ospedale Maggiore en Milán, que quedó gravemente dañado en la II Guerra Mundial. Puesto que este tratado estaba pensado como propaganda, adoptó la forma de un diálogo entre un arquitecto toscano (Antonio Filarete) y un príncipe renacentista (Francesco Sforza). En él se proponía la construcción de una ciudad ideal, de nombre Sforzinda, que se describía con todo detalle: desde el palacio del príncipe y la catedral hasta los barrios asignados a los mercaderes y artesanos, y sin olvidar las prisiones. En planta, Sforzinda debía ser una estrella simétrica de ocho puntas: “Las murallas de ocho ángulos tendrán un grosor de seis brazas, y quiero que tengan una altura de cuatro veces el grosor. Las puertas estarán en los ángulos no rectos, y las calles partirán de las puertas y se dirigirán todas al centro. Y en él haré una plaza que tendrá un estadio de longitud y medio de anchura. [...] Habrá en el medio de la plaza una torre, hecha a mi manera, tan alta que desde ella se domine la comarca”.


La idea de la città ideale probablemente le llegó a Filarete de Alberti, pero la primera vez que adoptó una forma plástica fue en manos de ese artista consumado y completo que fue Francesco di Giorgio Martini (1439-1502). En el tercer libro de su tratado de arquitectura, este autor se ocupa del desarrollo de la ciudad en forma de estrella. La planta original ya se había alterado hasta configurar un polígono regular en forma de estrella con un bastión saliente en cada uno de sus vértices exteriores. Al ser sienés, Francesco di Giorgio había conocido desde niño una ciudad construida en una colina escarpada, y para esa clase de emplazamientos sugería una segunda planta que semejaba un casquete esférico, con calles helicoidales que subían girando hasta la cumbre. En un tercer tipo de planta, muy importante –un tipo adoptado por la mayoría de sus sucesores y que influyó en el plan de John Evelyn para la reconstrucción de Londres tras el gran incendio de 1666–, comprimió un trazado de calles rigurosamente rectangular, en el que se abría una serie de grandes plazas públicas, dentro de otro patrón poligonal. Francesco di Giorgio se esforzó mucho en hacer que los planes de la città ideale fuesen adecuados para situaciones muy variadas. Además, era muy rotundo en su opinión de que los urbanistas sólo tenían que establecer las líneas principales de la planta, y dejar que la propia vida hiciese los ajustes donde fuesen necesarios.


El tiempo del que dispusieron los déspotas italianos de finales del siglo XV resultó demasiado limitado para embarcarse en empresas a largo plazo como la construcción de una ciudad ideal. Uno de los pocos casos anteriores a 1500 en que se aprecia un leve reflejo de la Sforzinda de Filarete es la pequeña población de Vigevano, con su castillo medieval, situada a unos 40 kilómetros al suroeste de Milán. Allí nació, en 1452, Ludovico Sforza (‘el Moro’), el gran mecenas a cuya corte marcharon Leonardo y Bramante. Mucho antes de convertirse en duque de Milán, Ludovico decidió embellecer su ciudad natal modernizando su imponente fortaleza medieval hasta convertirla en un palacio renacentista –en parte obra del propio Bramante– y construyendo una plaza abierta, amplia y regular, aproximadamente con las proporciones que defendía Filarete. Así se hizo realidad la Piazza Ducale de Vigevano, construida de un tirón, por decirlo así, en el menor tiempo posible: 1493-1495.


Todo el programa recuerda sin duda a Filarete: hay una torre “lo bastante alta como para dominar toda la región circundante”, está el palacio del príncipe y se ven incluso las trazas de algunas calles radiales. Pero la torre de 54 metros y el palacio colocado en posición dominante (ahora cayéndose a pedazos como cuartel) están separados de la plaza con arcadas, que contiene tan sólo la iglesia medieval con una fachada del siglo XVII situada en el cuarto lado. Mediante una severa legislación, Ludovico expropió y derribó los edificios que antes ocupaban esta zona. Fue una buena intuición la que le obligó a trabajar tan deprisa, pues tuvo poco tiempo para disfrutar de los resultados de su empresa. Al cabo de pocos años fue derrotado por Francisco I de Francia, que se lo llevó prisionero a su país, del que nunca volvió.


Ludovico Sforza consideraba la Piazza Ducale parte de un grandioso acceso a su castillo palaciego. Sin embargo, la plaza sigue estando estrictamente aislada, y la gran torre (la llamada torre de Bramante) se yergue de un modo extraño por detrás de la fachada regular con arcadas que define la plaza, que tiene tan sólo dos plantas y media.


Parece que uno de los secretos de un buen espacio público o lugar de reunión es la sencillez de sus elementos arquitectónicos. Esta sencillez resulta evidente en la stoa, la Wandelhalle (‘galería de pasos perdidos’) y el ágora; también en las pesadas arquerías de algunas ciudades medievales, como las plazas del siglo XIII de las poblaciones fortificadas del sur de Francia; y en este caso, a las puertas del primer Renacimiento, en las arcadas ligeramente cadenciosas de la Piazza Ducale. Sobre estos arcos nítidamente articulados, los muros están perforados por ventanas ampliamente separadas rematadas en curva. En su momento, toda la superficie mural estaba cubierta por alegres frescos a la manera lombarda, pero ahora sólo quedan unos cuantos fragmentos desvaídos de esta colorida parodia de arquitectura. La propia plaza aún conserva su reposada dignidad humana, aunque su papel ha pasado a ser el de estacionamiento de vehículos, inundado incesantemente de bicicletas, vespas y turistas.


Una de las explicaciones más convincentes de la inmensa energía creativa del Renacimiento es que desarrolló conscientemente al hombre en su totalidad, en vez de formarle como un especialista en un solo campo. La universalidad es el secreto de su riqueza en talento versátil y la ardiente plenitud vital que encontramos en sus obras.


 

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