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David GILLY

GILLY, David

  • Arquitecto
  •  
  • 1748 - Schwedt. Alemania
  • 1808 - Berlin. Alemania
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 Es de destacar la figura de David Gilly (1748-1808), que trabajaba en Stettin, Pomerania. Allí había fundado una Escuela de Arquitectura. Cuando se traslada a Berlin en 1788, establece una Escuela de Construcción la Bauschule en 1793, que derivará en la prestigiosa Bauakademie de 1799La Bauakademie quiso ser una de las mejores escuelas de Europa; inspirada en la Academia de Blondel, tendrá entre sus discípulos a arquitectos tan importantes como Schinkel, Klenze, Weinbrenner, Engel, Haller von Hallerstein. 


David Gilly había defendido desde su práctica en Pomerania la necesidad de resolver problemas prácticos, de un modo sencillo y económico; allí conoció a fondo la arquitectura vernácula, de modo que ese sentido didáctico, práctico y realista impregnará la educación de su hijo Friedrich, y de la propia Bauakademie.


David Gilly fundo el primer periódico de arquitectura de Europa, que mostraba soluciones específicas a problemas concretos y reflejaba ese espíritu práctico, el afán de resolver problemas a la vez que la voluntad de mostrar ejemplos importantes que sirvieran de modelos, capaces de transformar la ciudad de Berlín, de una ciudad provinciana a una capital capaz de competir con Londres o Paris.


Ese Samnlung recoge además las revolucionarias propuestas del joven Friedrich. Langhans y David Gilly inician el florecimiento de la arquitectura en Berlín, y a ellos sucederán Gentz, y el hijo de David, Friedrich Gilly.


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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs.14-60. 1ªPARTE. LA FORMACIÓN DE LA CIUDAD INDUSTRIAL. “La Revolución Industrial y la arquitectura (1760-1830)”.


2.- Ingeniería y neoclasicismo.


Análogamente, el progreso de la técnica permite afinar los razonamientos constructivos y funcionales; la mayor atención acordada a estos hechos induce a una especie de rectificación y restricción de las reglas tradicionales; por ejemplo, la columna se justifica sólo si está aislada; el tímpano, únicamente si en realidad tiene un tejado detrás etc. Frezier, en el Mercure de France, de 1754, llega a mantener que las cornisas usadas en el interior de las iglesias son perfectamente absurdas, porque deberían corresponder a canales en el alero del tejado y que hasta un 2salvaje con sentido común” (personaje corriente en estas disputas del siglo XVIII) se daría cuenta, inmediatamente de esta aberración: ”el mostraría sin duda sus preferencias por la arquitectura gótica, pese a estar tam mál considerada, porque no hace alarde de una imitación tan desquiciada”.


El sistema de la arquitectura tradicional no está en situación de aguantar tales críticas. La persistencia de las formas clásicas de los órdenes etc. debe justificarse pues, de otra forma, siendo los argumentos posibles los siguientes.


O se recurre a las supuestas leyes eternas de la belleza, que funcionan como una forma de principio de legitimidad en arte (notemos, de paso, que cuando se recurre de manera explícita a tal principio, ya la opinión pública ha puesto en tela de juicio el tradicional estado de cosas); o se invocan razones de contenido, es decir, se considera que el arte debe inculcar las virtudes civiles, y que usas las formas antiguas hace recordar los nobles ejemplos de la historia griega y romana; o bien, más simplemente se atribuye al repertorio clásico una existencia de hecho, a cauda de la moda o de la costumbre.


La primera posición,  sostenida por teóricos como Winckelmann y Milizia, es hecha propia por los más intransigentes miembros de la Academia, como Quatremère de Quincy, preocupados por poner a salvo la autonomía de la cultura artística, y marca la obra de algunos artistas, ligados más rigurosamente a la imitación de los antiguos: Canova, Thorvaldsen, L.P. Baltard. La segunda es característica de la generación envuelta por la Revolución Francesa de David y de Ledoux, que hacen del arte profesión de fe política, produciendo una particular distorsión expresiva que puede encontrarse también en otros de sus contemporáneos, en Soane y Gilly. La tercera posición que se basa en las premisas de los racionalistas del XVIII, como Patte y Rondelet, es teorizada en las nuevas escuelas de ingeniería, especialmente por Durand y, sustancialmente, se apropian de ella los más afortunados proyectistas que trabajan en tiempos de la Restauruación: Percier y Fontaine en Francia, Nash en Inglaterra, Schinkel en Alemania, así como la gran masa de los ingenieros sin ambiciones artísticas.


Los primeros y los segundos constituyen la minoría culta y combativa, que atribuye al neoclasicismo un valor cultural unívoco; el suyo puede llamarse neoclasicismo ideológico.


Por el contrario, para los otros, es decir, para la mayor parte de los constructores, el neoclasicismo no deja de ser una simple convención,  a la que no se atribuye ninguna significación especial, pero que permite dar por descontados y apartar los problemas formales, para desarrollar de modo analítico, como requiere la cultura técnica de la época, los problemas técnico-constructivos y de distribución: lo podemos llamar neoclasicismo empírico.


Mientras unos cargan las formas antiguas de significados simbólicos, y, por encima de la realidad concreta, libran una batalla de ideologías, los otros usan idénticas formas, pero hablan lo menos posible de ellas y, al amparo de esta convención, profundizan en las nuevas exigencias de la ciudad industrial.


La batalla entre las corrientes del neoclasicismo ideológico es el episodio más llamativo y, corrientemente, viene colocado en el primer plano de la perspectiva histórica, pero no es el más importante para nuestro relato.


 

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