En América Latina, la reinterpretación de la tradición dentro de la modernidad adoptó diversas formas. Algunos de los más perspicaces arquitectos mexicanos de los años 1960 y 1970 buscaban puntos en común entre lo vernáculo y lo monumental, sin renegar en ningún sentido de la herencia de la arquitectura moderna. En esto se servían del trabajo preliminar realizado por la generación de Luis Barragány Enrique del Moral, y de los filtros visuales proporcionados por pintores mexicanos como Rufino Tamayo. En conjunto, todo ello revelaba una plasticidad cargada de aspectos primitivos y folclóricos, y una 'paleta' enriquecida por colores terrosos o iridiscentes. Ricardo Legorreta extendió estos descubrimientos a una arquitectura de audaces formas polícromas que ofrecían una respuesta realista a los grandes encargos, al tiempo que evocaban la magia de la construcción vernácula mexicana. El propio estudio de Legorreta en Las Lomas, Ciudad de México (1967), se insertaba en una empinada pendiente como una serie de terrazas y cámaras abovedadas, un laberinto de salas interiores y exteriores.
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