En las sociedades opulentas se considera al indigente como un sujeto aislado y peligroso que debe ser erradicado del pretendido escenario de lujo. En la lujosa y futurista ciudad de Vancouver en Canadá, cerca del casco histórico, en el cruce entre Hastings y Main Street, justo al lado de teatros, museos y tiendas de lujo, en un par de manzanas abandonadas y deterioradas, malviven confinados centenares de sin techo, marginados y drogodependientes.
Por mucho que se escondan, las vulnerabilidades urbanas están en aumento y el perfil del sin techo en los países desarrollados se va ampliando del más común —hombres solos de mediana edad—, a muchos otros perfiles como mujeres solas y con hijos, jóvenes e inmigrantes.
Tal como ha escrito Margaret Kohn, frente al fenómeno de los sin techo esencialmente caben tres posiciones: la liberal, que tiende a zonificar el problema, confinando a los sin techo a zonas estratégicas, remitiéndose sin piedad a la legalidad vigente y restringiendo los usos del espacio público; la romántica, que en la literatura, el cine o las crónicas ha convertido al sin techo en un héroe que supuestamente ha elegido un modo de vida libre, mitificando su condición de vida nómada; y la democrática, que considera que debe visibilizarse y entenderse de un modo realista el problema de los sin techo, otorgándoles un rostro real, reconociendo las historias concretas de cada persona marginada y defendiendo su derecho a una vida digna, y por tanto, a tener una casa, y si ello no es posible, a habitar temporalmente el espacio público o un centro de acogida. Por tanto, no se trata de excluirlos, ni de convertirlos en héroes, sino de visibilizarlos y reconocerlos como personas concretas, defender sus derechos y construir ciudades y arquitecturas que también piensen en ellos.