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PERRAULT, Charles

  • Teórico de arquitectura, Escritor
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  • 1628 - París. Francia
  • 1703 - París. Francia

KOSTOF, Spiro. Historia de la Arquitectura. Edit. Alianza Editorial.Madrid, 1988.


Tomo 3. Pags. 957-993. Una arquitectura para un nuevo mundo.


Pág.966-968. Un mundo del que escoger. El Neoclasicismo.


Incluso antes de que se ejercieran presiones contra ellos desde el exterior, los clasicistas habían tenido disputas familiares acerca de sus objetivos. En el siglo XVII se desató un acalorado debate en Europa entre los Antiguos y los Modernos. Galileo, Francis Bacon y Descartes, tres fundadores de la ciencia moderna, habían establecido el conocimiento analítico y experimental como sustituto para la fe ciega en los clásicos. En arquitectura, la batalla se dio entre aquéllos que defendían inquebrantablemente las líneas maestras del precedente antiguo, y aquellos otros que defendían el derecho de los arquitectos contemporáneos a variar y enmendar lo que Vitrubio y los edificios de Roma prescribían.


El más claro portavoz de los Modernos era Charles Perrault, el hermano del arquitecto que diseñó el frente oriental del Louvre. Sin desviarse de la fe clásica, Perrault hizo una distinción bastante significativa. Había dos tipos de belleza, escribía, la positiva y la arbitraria. La primera se derivaba del empleo de materiales ricos, de las masas efectivas, de la simetría, de la grandiosidad y del refinamiento. Era obvia para todos, y en cierto sentido, indiscutible. La belleza arbitraria, por otra parte, era una cuestión de gusto, de modas cambiantes. Dependía del ornamento, y el ornamento variaba según las costumbres locales y también con el paso del tiempo. Esta era la parcela específica del arquitecto.


Ahora, para Perrault, la base del buen gusto seguía siendo el lenguaje clásico porque éste disfrutaba del consenso universal. Pero una vez que se había puesto de manifiesto la atracción de convenciones visuales alternativas, arraigó la idea del arquitecto como experto del estilo. El arquitecto se convirtió en el artista que aplica revestimientos ornamentales de varios tipos a la sustancia inmutable de la arquitectura: su belleza positiva. Las reglas del diseño, es decir, de la superficie, no dependían de valores absolutos, sino que establecían meramente los valores relativos de lo que era aceptable en cada época. Soufflot decía simplemente: «Las reglas son gusto y el gusto es reglas... el gusto las forma y ellas forman el gusto».


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KOSTOF, Spiro., Historia de la arquitectura. Alianza Editorial. Madrid 1988. Tomo 3


págs.1107-1165.“Ambientes Victorianos” 


Pág. 1107. La Edad de Oro


 Y John Ruskin (1819-1900), quizá el crítico más influyente del siglo en el mundo de habla inglesa, proclamaba que la «ornamentación es la parte principal de la arquitectura». 


 A primera vista, no había nada nuevo en ello. El énfasis en la ornamentación como la parcela específica del arquitecto se remonta a Charles Perrault (ver Capítulo 22, página 974) y la idea del arquitecto como experto en el estilo, capaz de vestir apropiadamente edificios en una variedad de trajes históricos, llevaba varias décadas en circulación cuando Ruskin publicó sus Siete lámparas de la Arquitectura en 1849. Pero <<> y <«estilo>>> habían sido tópicos para el dogma en la primera fase de la arquitectura moderna. Tanto los neoclásicos como los neogóticos sostenían, un poco interesadamente, que el ornamento crece de manera natural aparte de la estructura. Y ambos defendían su rama particular de diseño en términos doctrinarios, reivindicando para ella la idoneidad racionalista o ética. Para Durand y los progriegos como Robert Mills, la belleza arquitectónica residía en tratar de forma lógica y económica el programa del edificio tal como se expresaba en los principios inmutables del clasicismo. Para Pugin y los ecclesiologistas, la forma constituía un contrato de creencias, y el vehículo formal correcto para un modo de vida cristiano no podía ser otro que el correcto replanteamiento del  gótico inglés. Ruskin compartía estas enérgicas justificaciones de la práctica arquitectónica. Medievalista convencido, predicaba contra el engaño estructural y los efectos obtenidos deshonestamente. Y concebía la belleza como inseparable de la virtud: sólo las personas buenas y virtuosas podrían construir bellamente. 


Pero la actitud que se impuso en la época victoriana, así llamada por la gran reina que ocupó el trono de Inglaterra durante sesenta y tres años, tendía cada vez más a alejarse del dogma y del juicio moral. El hábito de la primera mitad del siglo de intentar consagrar éste o aquél estilo del pasado a partir de algún impulso purista derivó ahora en una experimentación más inventiva, más impura. La arqueología fue arrinconada por una vigorosa fantasía; el dogma, por aquello que a los victorianos medios gustaba llamar sensibilidad. Muchos arquitectos prácticos y teóricos estaban de acuerdo en que aquella época debía tener su propia arquitectura. Pero el lenguaje moderno debe basarse en lo que ha ocurrido antes. No se puede calibrar el progreso más que en una escala conocida. No era cuestión de inventar algo sin precedente. El Crystal Palace era un fenómeno, una creación maravillosa para un momento muy especial. Nunca podría ser el punto de partida para una nueva arquitectura porque no tenía lazos con el pasado; por lo tanto, era incomunicativo en un plano general. Su diseñador, Sir Joseph Paxton (1803-1865), construyó a continuación chateaux historicistas para los Rothschild. 


Pero progreso también significaba mejora, y la forma de mejorar los estilos históricos no era resucitarlos individualmente, en algún punto ideal de su existencia o a través de alguna respetuosa destilación de su experiencia, sino confeccionar ensamblajes creativos, diseños mixtos de virtuoso. El connaisseur podría aún detectar las fuentes, los motivos ensamblados, pero la totalidad sería original, y la prueba de talento se basaría en criterios estéticos, no racionalistas ni éticos. 


Para nosotros, todo lo anterior no es irrelevante. Si contemplamos la arquitectura victoriana en abstracto, fuera de su discurso histórico, mucho de ella puede extrañarnos como algo apiñado, sobrecargado, en ocasiones casi perversamente feo. Pero si tenemos en mente la premisa bajo la cual trabajaban muchos arquitectos prácticos, esta tremenda efusión de grandes edificios públicos y de viviendas de clase media que se da entre las décadas de los cincuenta y los ochenta, debe saludarse como uno de los periodos más exuberantes y fértiles de la arquitectura occidental. 

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