Págs. 186-302. La evolución de las nuevas posibilidades”
El impulso del siglo XVII en pro de la invención: Inglaterra. El auge de la máquina y de la producción ilimitada tuvo su presagio en el siglo XVIII con la repentina aparición de un impulso generalizado en pro de la invención. En la Inglaterra de 1760, este impulso se había apoderado de personas de todos los estratos sociales. Todo el mundo inventaba: desde tejedores sin empleo, pequeños trabajadores manuales o hijos de granjeros y pastores, como el constructor de puentes Thomas Telford; hasta fabricantes como Wedgewood y miembros de la nobleza como el duque de Bridgewater (cuya persistente labor fue la responsable de la creación del sistema inglés de canales). Muchos de estos inventores ni siquiera se tomaron la molestia de proteger sus descubrimientos solicitando una patente. Lejos de sacar provecho de sus inventos, muchos incluso fueron perseguidos a causa de ellos. El logro de beneficios y la explotación desleal pertenecen a un periodo posterior.
De hecho, debemos tener cuidado en no cometer el error de pensar que esta actividad tenía su origen exclusivamente en las ambiciones materiales o en el deseo de destacar. Su origen real era mucho más profundo y se trataba de algo a lo que durante mucho tiempo se le había negado artificialmente una válvula de escape. Pero en esas fechas el impulso de inventar ya no podía contenerse.
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Págs. 175-213.“Las iniciativas para la reforma del ambiente, desde Robert Owen a William Morris”
Antiguamente la producción de valor podía distinguirse de la corriente por la excelencia, además, por algunas otras cualidades más tangibles: la riqueza del diseño, la precisión de la ejecución y los materiales preciosos; pero la producción industrial hace suyas fácilmente las dos primeras cualidades: la complicación del diseño no es ya un obstáculo económico, porque basta un troquel para producir un número indefinido de piezas, y la precisión con que los objetos son acabados a máquina es, con mucho, superior a la que cualquier antiguo artesano conseguía obtener a mano. Queda la diferencia de materiales, pero la industria,
por medio de ingeniosos procedimientos, llega a ser capaz rápidamente de imitar los materiales más diversos y se pierde el gusto por la presentación escueta en madera, piedra o metal. Entre 1835 y 1846, según Giedion, la Oficina inglesa de patentes registra 35 patentes para el revestimiento de superficies con diversos materiales, de forma que parezcan otros materiales distintos; en 1837, por ejemplo, se inventa el procedimiento para imitar bronce, cubriendo yeso con una capa de metal.
De esta forma, la producción corriente sobrepasa a la de valor, y no sólo en cantidad, sino que, además, desaparecen los factores más evidentes de diferenciación entre ambas producciones y sólo permanece el valor artístico puro y simple, que sólo los entendidos pueden apreciar.
Por esto en la primera mitad del XIX el nivel medio en la producción de objetos de uso común desciende rápidamente. Hay excepciones, naturalmente, como las cerámicas de Wedgwood, en Inglaterra, y también se puede comprobar que la decadencia del gusto va un poco retardada con respecto a la industrialización porque el nivel de los productos industriales durante los primeros decenios del XIX es todavía, en muchos casos bueno -posiblemente porque aún no ha desaparecido la generación que conserva los gustos y costumbres del periodo preindustrial-, pero no cabe dudar de la realidad del fenómeno en su conjunto. A partir de 1830, la decadencia es tan visible que provoca la polémica de que se habla en el capítulo II; y, en 1851, cuando con motivo de la Exposición universal de Londres es posible comparar la producción de todos los países, el balance global se hace alarmante para todos los entendidos.