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BENEVOLO, L., Historia de la arquitectura moderna. Edit. Gustavo Gili. Barcelona, 1987.


Págs.217-241.”La tradición norteamericana”


En 1781 los Estados unidos consiguen su independencia y separan su destino político del de los Estados europeos. A partir de este momento las relaciones culturales se hacen mucho más comprometidas. Ya no se piensa en América como un simple espacio abierto para los intereses y las competencias del Viejo Mundo, sino como en una nueva realidad, presente en la cultura europea por lo menos tanto como Europa en el recuerdo de los antiguos colonos.


 De hecho lo que sucede al otro lado del Atlántico no puede considerarse como un simple eco de los acontecimientos europeos; los elementos de la tradición común, importados a un nuevo entorno, se desarrollan de forma distinta, a veces mucho más de prisa, descubriendo con anticipación consecuencias que tienen valor para todos. La arquitectura americana, pese a su tradicional sujeción a los modelos europeos y la desproporción aparente entre lo que toma y lo que ofrece Europa, está, de hecho, más avanzada que la Europa por lo menos en dos ocasiones: en la década de 1880 a 1890 y en la segunda posguerra mundial.


 Es, pues, indispensable exponer lo que sucede en América hasta el siglo XIX antes de considerar los movimientos de vanguardia europeos en la última década del siglo.


La arquitectura colonial


Los elementos de la tradición americana, como es obvio, proceden de los países de origen de los inmigrantes y, especialmente, de Inglaterra, pero en el proceso de adaptación al nuevo entorno sufren profundas modificaciones.


 Los colonos del siglo XVII no encuentran en el lugar ninguna tradición edificatoria útil, y se esfuerzan por reproducir los sistemas de construcción habituales en sus países de origen: fábrica de piedra o de ladrillo y carpintería de madera.


 En el lugar hay gran abundancia de materiales de construcción, pero la mano de obra escasea, así como los instrumentos de trabajo. Por esto es forzoso simplificar los trabajos, ya sea organizando industrialmente la preparación de materiales —desde mediados de siglo XIX surgen a lo largo de los ríos del Este serrerías mecánicas, capaces de suministrar madera preparada en grandes cantidades, y la producción de ladrillos se concentra rápidamente en unas pocas grandes tejerías—, ya sea seleccionando los métodos de construcción y repitiendo, sin temor a la monotonía, las soluciones más rentables.


 En seguida se hace evidente que la construcción de madera es el mejor sistema, porque permite realizar en taller el mayor número de operaciones, quedando muy reducidas las operaciones a realizar en obra y ahorrando así tiempo y gasto de energía. Pero se advierte en seguida que los sistemas de construcción europeos son inadecuados a las más duras condiciones climáticas de América: las casas europeas se construyen con un armazón de madera arriostrada, dejada vista al interior y al exterior y rellenada con plementería ligera, pero con una estructura vista no podría soportar los inviernos rigurosos y los ardientes veranos del Nuevo Mundo, ni los revestimientos ligeros podrían defender a los habitantes de los rigores del clima; por ello la estructura portante se cubre exteriormente con tablas machihembradas y el interior, frecuentemente, con un segundo revestimiento, más ligero; la plementería se suprime gradualmente, formándose una cámara de aire y, por último, el sistema de montantes, vigas y tablas es tratado como un conjunto sólido de construcción, reduciendo montantes y vigas e incorporando las tablas a la función de dar estabilidad al edificio.


 Se reducen y distancian los vanos para no debilitar la estructura y por la dificultad de procurarse cristales; la calefacción invernal requiere grandes chimeneas, que se utilizan también como elementos de apoyo de la construcción, anclando en ellas las ligeras estructuras de madera; para defenderse del calor estival aparecen los pórticos y las galerías. El problema de la calefacción y de la ventilación sigue preocupando vivamente a los colonos; Benjamin Franklin inventa en 1744 una estufa de fundición –que, entre otras, presenta la ventaja de poderse producir en serie—y estudia en repetidas ocasiones la posibilidad de un verdadero acondicionamiento de aire.

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