p.228. El plan de Washington, trazado en 1791, por Pierre Charles L´Enfant (1754-1825), constituye por el contrario, un intento de introducir en la tradicional malla uniforme los conceptos de perspectiva barroca, subordinando la composición a dos ejes monumentales que se cortan en ángulo recto en las riberas del Potomac, mientras que a los lados del capitolio y la Casa Blanca convergen numerosas arterias radiales que cortan en diagonal la retícula. La intención de L´Enfant se expresa de la siguiente forma en una carta al presidente de Washington: “Después de terminar algunos puntos principales a los que deben subordinarse los demás, he establecido una distinción regular, con calles que se cortan en ángulo recto, orientadas de Norte a Sur y de Este a Oeste: he abierto algunas otras direcciones, en forma de avenues que vienen y van hacia cada plaza principal, con objeto, no sólo de romper la uniformidad general…. Sino sobre todo, de comunicar cada parte de la ciudad, valga esta forma de expresarme, disminuyendo la instancia real de plaza a plaza, haciendo posible la vista de unas a otras, y dando la apariencia de estar reunidas”.
Es una intención culta, que deriva de tradiciones culturales europeas, como la “simetría” y el “gusto que Jefferson trataba de introducir en la arquitectura. Las dimensiones colosales – el eje de la explanada principal, entre el Capitolio y el río, tiene más de cuatro kilómetros de largo, mayor que el del parque de Versalles – hace que muchos de los efectos de perspectiva no pasen del papel, perdiéndose en ambientes inconmensurables, pero, sin embargo, proporcionan al plano de L´Enfant un notable margen de duración: de hecho la red viaria trazada en 1791 satisfaría las exigencias de la capital federal durante más de un siglo. Análogos resultados obtendría, en el siglo siguiente, el barón Haussmann en Paris; es interesante observar como , en América, ciertas virtudes contenidas en las aportaciones culturales europeas, cuando actúan en un contexto más sencillo y con menos dificultades que vencer, salen a la luz antes que en la propia Europa.
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Págs. 35-55“Organicismo frente a clasicismo: Chicago, 1890-1910”.
El movimiento city beautiful
La Exposición Universal origina una oleada de arquitectura clásica en Estados Unidos. En 1928, el historiador Fiske Kimball escribía lo siguiente: «La cuestión de si la función deberá determinar la forma, o si una forma ideal podía imponerse desde fuera, había quedado resuelta durante una generación por una aplastante victoria de la postura formal». Una de las consecuencias de la exposición fue que, tras el cambio de siglo, los edificios comerciales en altura construidos en Estados Unidos empezaron mostrar una creciente influencia beaux arts. Esto puede apreciarse en la evolución de la obra Burnham. En el edificio Conway de Chicago (1912) y en muchos otros ejemplos, Burnham aplico la clara división tripartita de Sullivan, pero la adorno con una sintaxis clásica, tratando a menudo el ático como una columnata clásica, reduciendo el tamaño de las ventanas en la parte media de la fachada y restando importancia a la expresión de la estructura.
La Exposición Universal tuvo un importante efecto en el movimiento city beautiful. Este movimiento se desencadeno a raíz del plan para Washington (el Plan Macmillan), que fue preparado por la comisión de parques del Senado norteamericano y que se expuso en 1902. Tanto Burnham como Charles McKim (1847-1909) estaban en dicha comisión, fueron responsables del proyecto, que preveía la terminación y la ampliación del plan trazado por Pierre-Charles L'Enfant en la década de 1790. Después de esto, se pidió a Burnham que preparase muchos planes urbanísticos, de los cuales sólo se llevaron a cabo unos cuantos, entre ellos el plan para el centro de Cleveland. El mas espectacular de estos planes fue el de Chicago, preparado en colaboración con Edward H. Bennett (1874-1945). El plan fue financiado y gestionado por un grupo de ciudadanos particulares, y fue objeto de una elaborada campaña de relaciones públicas; su rasgo mas característico era una red de amplias diagonales que se superponían a la retícula de calles existente a la manera de Washington y del Paris de Haussmann. En el centro de esta red debía haber un nuevo ayuntamiento de proporciones gigantescas. Aunque nunca se llevo a la practica, este plan se utilizo en cierta medida como guía para el desarrollo futuro de la ciudad. Un critico entusiasta, Charles Eliot, lo describió como una representación del colectivismo democrático e ilustrado que interviene para reparar los daños causados por un exagerado individualismo democrático. Otros criticaron el plan porque se despreocupaba del problema de la vivienda colectiva, dejando la mayor parte de la ciudad en manos de los especuladores.
Pero a pesar de este aparente conflicto entre dos concepciones incompatibles del urbanismo -una estética y simbólica, y la otra social y práctica- muchos reformadores sociales, incluido el sociólogo Charles Zueblin, apoyaban el movimiento city beautiful, afirmando que la Exposición Universal había instituido la «planificación científica», había fomentado un gobierno municipal eficaz y había puesto freno al poder de los dirigentes. Está claro que el «colectivismo ilustrado», con su rechazo del liberalismo económico y su énfasis en los principios normativos, era capaz de asumir connotaciones tanto conservadoras como progresistas. En Europa donde se estaba produciendo o en esos momentos un estallido de la actividad urbanística se intentó conscientemente conciliar lo estético con lo social. En el congreso de urbanismo celebrado en Londres en 1910, el alemán Joseph Stubben afirmó que los urbanistas de su país habían logrado combinar la tradición nacional francesa con la tradición «medieval» británica. Justificada o no, esta afirmación sólo era factible en el contexto de la ciudad tradicional europea. En Norteamérica, la separación conceptual y física entre la residencia y el trabajo, entre la periferia suburbana y la ciudad, hacia imposible tal conciliación.
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págs.1053-1105.“La experiencia americana”
págs.1053-1057. "En 1842, varios años antes de la Gran Exposición de Londres, el famoso novelista inglés Charles Dickens hizo una larga visita a América, «esa inmensa oficina situada al otro lado del Atlántico». Desembarcó en Boston, en donde pasó dos semanas visitando sus hospitales y sus instituciones correccionales, paseando por sus calles, haciendo excursiones a Harvard y a las fábricas textiles de Lowell. La ciudad le pareció preciosa, limpia y brillante, y tan delicada e institucional en apariencia, que cada calle «tenía exactamente el aspecto de un escenario para una pantomima». La mayoría de las casas eran grandes y elegantes: algunas de ladrillo; otras, de madera blanca con emparrados verdes. Los edificios públicos eran bellos y solemnes; él mencionaba especialmente la Aduana, los dos teatros, y la Casa del Estado construida sobre la colina de Beacon con el cercado verde del Common en pendiente ante ella.
En su viaje admiró posteriormente, en Nueva York, el bullicio de Broadway recorriendo la longitud de la Isla de Manhattan. De noche tenía brillantes farolas de gas y le recordaban a Piccadilly. Se detuvo ante Wall Street y la prisión de estilo egipcio llamada «Las Tumbas». Desde Nueva York, por ferrocarril y tomando luego dos ferrys, llegó a Filadelfia: «una bella ciudad aunque molestamente regular. Después de caminar por ella durante una hora o dos, tenía la sensación de que hubiera sido capaz de dar el mundo por una calle tortuosa».
Desde allí había un trayecto de un día, básicamente por barco de vapor, hasta Washington. En el corto tramo en tren desde Baltimore, contempló «una preciosa vista del Capitolio, que es un bello edificio corintio, colocado sobre una prominencia noble y dominante». Pero la vista verdadera fue una decepción. La mansión del presidente parecía un club inglés. La mayoría del tiempo tuvo la sensación de estar en una ciudad abandonada, o más bien en una ciudad cuyos habitantes hubieran partido al final de la temporada, llevándose sus casas con ellos:
«( Washington ) es llamada a veces la Ciudad de las Magníficas Distancias, pero con mayor propiedad podría denominarse la Ciudad de las Magníficas Intenciones; porque sólo con una visión de ella a vista de pájaro desde la cima del Capitolio, puede uno abarcar enteros los grandes diseños de su proyectista, un ambicioso francés. Espaciosas avenidas que comienzan en la nada y llevan a ninguna parte; calles de una milla de largas que no hacen más que pedir casas, caminos y habitantes; edificios públicos que no necesitan más que público para estar completos…»
Pág.1077 Arquitectura para una nación.
La revolución comenzó en Boston. En 1774, después del “Motín del Té”, los ingleses cerraron el puerto. Durante los diez años siguientes la construcción quedó en un compás de espera. Con la derrota británica y el establecimiento de los Estados Unidos de América, se abría un periodo desafiante y fecundo para la arquitectura. El gobierno era el mayor cliente. Los estados de la Unión, imbuidos de un nuevo sentido de orgullo y conciencia de su propia importancia, intentaron investirse de símbolos materiales de su independencia. La administración federal buscaba un establecimiento permanente, y en 1793 comenzó oficialmente la creación de Washington como sede del gobierno. Era un momento de monumentos y construcciones conmemorativas, de escuelas y lonjas comerciales, de instalaciones públicas de todo tipo....
Pág.1087. Jefferson y un ambicioso francés.
Pero había una maravillosa excepción a la regla: Washington. Cuando el caldeado debate sobre qué ciudad tendría el honor de servir como capital de la nación, se resolvió con la decisión de construir una nueva, Jefferson hizo un boceto de ella como una pequeña cuadrícula. Su emplazamiento estaba sobre un triángulo junto al río Potomac, en su unión con el Ánacostia. Pero George Washington, cuya finca de Mount Vernon estaba sólo a pocas millas de distancia, se fijó un objetivo más alto que la modesta propuesta de Jefferson. La nueva capital sería el pivote entre la costa del este y el oeste en desarrollo, aisladas la una de la otra por las cordilleras del Allegheny y los Apalaches. La esperanza de Washington consistía en trazar un canal que cruzara esta cadena, desde el Potomac hasta el Ohío, desviando el comercio de tierra adentro, a través de la capital, a los puertos del Atlántico. Al mismo tiempo, la ciudad jugaría un papel en la unificación del Norte y el Sur, una perspectiva que giraba en torno a la propuesta de industrialización de Virginia mediante la explotación de sus yacimientos de carbón y hierro. Había que pensar, pues, a lo grande. El objetivo no era crear una sede adecuada para las instituciones del gobierno de la Unión, sino también una metrópolis viable y próspera como Londres y París.
El presidente recurrió a Pierre Charles L'Entant (1754-1825), el arquitecto al que Dickens se refería como «un ambicioso francés». Voluntario en la Revolución Americana, L'Enfant combinaba las habilidades de un artista (su padre había sido un pintor de la corte de Versalles) y la experiencia que él había adquirido trabajando en el cuerpo de ingeniería durante la guerra. Una vez en el lugar, rechazó el plan de Jefferson. Destacó, en su esforzado inglés, que «sólo funcionaría en un nivel plano y donde, por no haber ningún objeto que fuera interesante en los alrededores, fuese indiferente la dirección en que debían trazarse las calles». Pero la verdad es que estaba pensando en algo de mayor magnificencia. Procedió entonces a trazar un grandioso plano que debió intranquilizar mucho a Jefferson por su tremenda escala y por las convenciones de la planificación absolutista que implicaba.
El plano combinaba una cuadrícula finamente trabada, rasgada por grandes diagonales que corrían en todas la direcciones, intersectándose en las plazas públicas de calzada de 24 metros con 9 metros adicionales a ambos lados «para pasear entre una hilera doble de árboles», y otra franja de 3 metros entre los árboles y las parcelas de construcción. Las diagonales debían contrastar «con la regularidad general» y unir los principales focos que L'Enfant había identificado -siendo los más importantes entre ellos el Capitolio, el «palacio» del presidente, el banco nacional, una gran iglesia indeterminada, y la bolsa—, «dotándoles de reciprocidad de visión». Con el fin de promover el asentamiento rápido por todo el damero, estos edificios públicos estaban distribuídos por el área entera, en lugar de agruparse en un núcleo monumental. La colina de Jenkins, la más prominente, fue reservada para el Capitolio. De la base de este edificio saldría una cascada de agua, cayendo a lo largo de 12 metros y vertiendo finalmente en el Tíber. Este riachuelo sería fortalecido y se convertiría en parte de un paseo que se extendía desde el Capitolio hasta el Potomac. En ángulo recto con el paseo corrían los ejes del conjunto presidencial, y donde ambos se unían se erigiría una estatua ecuestre de Washington.
Los defectos del plano han sido señalados. La yuxtaposición de un sistema ortogonal de calles con otro radial dejaba demasiados fragmentos espaciales inconvenientes. El fracaso en la designación de un lugar prominente para la tercera rama del gobierno, la judicial, debilitaba la lógica representativa del programa federal. Pero el plano era, a pesar de todo ello, un anteproyecto completo y previsor de una capital imponente, igual en tamaño a las ciudades de corte de la época, como St. Petersburgo, Berlín o Karlsruhe. En dos dimensiones, el trazado es patentemente barroco. Pero el espaciamiento de los edificios monumentales como masas aisladas e interesantes en sí mismas, con formas independientes, muestra el conocimiento de la práctica neoclásica contemporánea.
Sin embargo, las connotaciones principescas del plano de L'Enfant son indudables, así como su inapropiación ideológica para una democracia que se automanifestaba orgullosamente. Aun así, fua aprobado y puesto en marcha. El temperamental francés pronto se marchó, harto de burocracia, y se perdió la oportunidad de supervisar su histórico diseño. El milagro es que saliera adelante, casi intacto. Durante un largo período se encontró a la deriva. La ciudad no conseguía hacerse con ninguna distinción industrial o comercial. No había muchas personas deseosas de establecerse en los pantanos del Potomac, en las fantasmales superavenidas que navegaban por el lienzo casi vacío de esta «Ciudad de las Magníficas Distancias». Las observaciones de Dickens, cincuenta años más tarde, no eran inmerecidas.
Pero lentamente, muy lentamente, la imperiosa geometría fue cobrando vida. Primero vinieron el Capitolio y la Casa Blanca; ambos edificios quemados por los británicos en la guerra de 1812, y reconstruídos posteriormente. En las orillas del Anacostia se llevó a cabo un astillero, complementando con instalaciones de diques secos, y en la confluencia del Potomac y el Anacostia se construyó un arsenal. En la parcela donde L'Enfant había colocado su estatua ecuestre de Washington, se levantó un majestuoso obelisco en su honor, centrando la todavía mal definida extensión del paseo frente al Capitolio. El primer Edificio del Tesoro fue reemplazado antes de 1836 por una enorme manzana con una columnata de piedra, en la convergencia de las avenidas de Pensilvania y Nueva York, obstruyendo la visión recíproca entre el Capitolio y la Casa Blanca. Al este de ella, una Oficina de Patentes igualmente impresionante ocupaba el lugar asignado por L’Enfant a la iglesia nacional. Y la Oficina General de Correos tomó forma durante los mismos años justamente al sur de lo anterior, en puro mármol blanco. Washington, la capital de la nación más joven de occidente, estaba en camino.